11 agosto 2009

Públicos de toros

Lunes, 10 de agosto de 2009
La Jornada de Oriente - Puebla -


TAUROMAQUIA
  • Alcalino
Los asistentes a una corrida de toros gozan de un privilegio que el espectador de cualquiera de las otras artes de representación envidiaría, al poder influir de manera inmediata y directa en la marcha de la lidia. Claro que tal derecho implica también obligaciones. La principal, condicionar la calidad del toreo que se despliega ante sus ojos, al verse forzado el torero a adecuar su quehacer a las exigencias, gustos y preferencias de cada clase de públicos. Es ésta la razón por la cual en El Relicario es ya virtualmente imposible que se vea torear de verdad. Y es que el diálogo entablado entre la grada y la arena alcanza una simetría que obliga a los diestros a ponerse a la altura de las circunstancias de cada afición. Si ésta presiona a las autoridades a aprobar exclusivamente toros o novillos íntegros, y a los coletas a parar, templar y mandar con arreglo al arte, miel sobre hojuelas. Pero si todo se acepta, y son los actos circenses frente a reses disminuidas lo que concita el mayor entusiasmo, adiós posibilidades de que allí germine el arte verdadero. Tan sencillo como eso.

Mas esta regla general aún debe pasar por otro filtro más sutil: el que supone la existencia de públicos con personalidad propia, frente a otros donde predominan advenedizos sin otra preocupación que la diversión fácil. Entre los primeros se pueden identificar por su carácter aficiones como las de Madrid o Sevilla y, en alguna época no tan lejana la de la Plaza México. Hay otras plazas conocedoras pero de ánimo festivo y talante menos exigente, como Valencia, Barcelona, Málaga. Dicen que Acho, la bicentenaria plaza de Lima, aloja una afición que sabe degustar lo bueno, y es sabido que por los toriles de Bilbao aparecen astados invariablemente serios, como lo es también el temperamento de sus espectadores. El contraste serían los cosos frecuentados por turistas o por feriantes que sólo ven toros una semana del año. Los toreros parten allí plaza a sabiendas de que se les festejará cualquier cosa. Sin embargo, es éste un privilegio triste, más propio de artesanos que de artistas comprometidos con la estética y la ética del toreo.

Sevilla: silencios y clamores. Antiguamente se decía que de la suma de espectadores presentes en la Maestranza, seguramente un alto porcentaje se había puesto más de una vez delante de un astado, con un capote o una muleta en las manos. Era una manera de significar que fue Sevilla el corazón desde el cual irradió para el mundo la tauromaquia a la usanza española, base del toreo moderno y del actual toro de lidia. En efecto, parece concentrase bajo esas viejas arcadas una fina manera de sentir la fiesta y el arte de torear, presente en una pléyade de artistas tan irrepetibles como memorables. De esa preocupación por la lidia y familiaridad con el arte deriva quizá la costumbre de presenciar las corridas con una atención absorta, madre de los famosos silencios de la Maestranza. Y sin embargo, su severidad no es tanta que inhiba la alegría del aplauso o convierta a aquella afición en un cónclave adusto y censor. Incluso, el llamado “toro de Sevilla” distingue al ejemplar con hechuras de embestir antes que destartalados mastodontes, inútiles para hacer arte. Por algo se dice que, para los toreros buenos, torear en Sevilla es una auténtica bendición.

La cátedra madrileña. Qué distinto, en cambio, es presentarse en Madrid. La plaza “que da y quita” tiene una clara vocación inquisidora, y se precia más por sus exigencias que por su entrega. Fue Sánchez Mejías quien formuló, hace casi 90 años, aquella advertencia de ir “a Madrid pocas veces y a golpe seguro”, en tanto Luis Miguel Dominguín, todavía más tajante, se dio el lujo de afirmar que “Madrid premia a los malos toreros y castiga a los buenos”. Pero la verdad es que nunca fue más dura esa plaza que en los tiempos actuales, con el famoso tendido 7 en funciones de intransigente sinodal. Para demostrarlo está la estadística de triunfos y orejas en los últimos 25 años –ridículamente bajo–, comparado con, por ejemplo, las 36 orejas que se cortaron en la isidrada de 1966 durante las 16 corridas del ciclo (en la de este 2009 fueron 12 apéndices en 28 tardes). Indudablemente, la cátedra se ha endurecido, y, como la serpiente que se mordió la cola, hoy día prestigia menos un triunfo en Madrid que en los tiempos de Joselito y Belmonte, Ortega y Armillita, Manolete y Arruza o Camino y El Cordobés, en la medida que para triunfar ahí hay que contar con algún torazo que se equivoque y embista por derecho, e incluso con la eventual benevolencia de un cónclave usualmente puntilloso y cascarrabias. De ahí el mérito de los arrolladores triunfos de José Tomás el año pasado, o los que últimamente han ligado en Las Ventas Sebastián Castella y Morante de la Puebla.

El Toreo y la México. La fama del público capitalino nace en la vieja plaza El Toreo, donde alcanza su madurez en la Época de Oro y más tarde en la actual Plaza México, hoy convertida en agujero negro y símbolo de la decadencia de una afición y un país entero. Se dice que fue Rodolfo Gaona quien, con su estilo señorial, moldeó la sensibilidad de la gran afición capitalina, cuya gusto por la fiesta se nutría en los buenos tiempos con casi medio centenar de espectáculos anuales, más de los que se daban por entonces en Madrid o Sevilla, que durante casi dos siglos solamente tuvo sus corridas de feria. Lo cierto es que, aun descontando la benigna influencia del Indio Grande durante las primeras décadas del siglo XX, por ese público se expresaba la sensibilidad de la cultura mexicana auténtica, representada por los inmensos artistas desde los años en que se llenaba El Toreo de la Condesa hasta la despedida de Manolo Martínez, ya en la actual cazuela de Insurgentes. Aquel público, diríase que educado por los Armilla, Garza, Solórzano, Balderas, Silverio, Arruza, El Soldado, Procuna, y más tarde por El Calesero, Dos Santos, Capetillo, Córdoba, Silveti, El Ranchero, Huerta, Martínez, Rivera o Ramos, entre muchos otros, fue el mismo que obligó a dar lo mejor de sí a Belmonte, Mejías, Manolete, Cagancho, Pepe Luis, Camino, El Viti o Capea, reprobó sin miramientos las falsificaciones de Litri, Chamaco o Palomo, y mantuvo a raya a Ortega, Dominguín, Ordóñez y El Cordobés, obligándolos a prodigarse para no tener que abandonar México con el rabo entre las piernas. Además de su reconocida sensibilidad para catar el arte, algo que lo distinguió de cualquier otra afición del mundo, ese público nuestro tuvo siempre una capacidad singular para impartir justicia a partir de detalles inmediatos y faenas muy concretas, no del historial o las simpatías o antipatías despertadas por tal o cual torero, en demostración feliz de paladar fino y sapiencia verdadera. Y si en general fue más torerista que torista, esta circunstancia no impidió que fuese certero al censurar falsificaciones, y absolutamente entregado con el torero capaz de crear obra perdurable en función del animal que tenía delante, en demostraciones que en su momento fueron únicas en el mundo de cómo apreciar el toreo con exacta calibración y medida.

Otras plazas. Cuando el auge de la fiesta se hizo nacional, hubo plazas de temporada que unían capacidad de convocatoria a públicos muy competentes. Guadalajara y Monterrey fueron las principales, pero incluso en cosos de la frontera norte –Tijuana o Juárez–, triunfar tenía importancia porque aunque la asistencia de norteamericanos fuera masiva, el paso de los años y las veinte corridas de cada temporada llegaron a formar aficiones tan entusiastas como exigentes, según demuestra el crecido número de percances graves que habitualmente se producían allí. En cambio, las plazas de feria siempre fueron más amables para todos, ya se tratase de Aguascalientes, León o Tlaxcala, por citar solamente las de mayor jerarquía.

La Jornada de Oriente

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