- por Luna Turquesa
Desde siempre, el hombre ha tenido la necesidad de expresar sus emociones, sentimientos e ideas a través del arte. Esa válvula de escape cuando el corazón está como olla express, a punto de estallar.
Se llama arte cuando se crean obras únicas e irrepetibles, que a su vez transmiten a quien las ve, algo intangible, pero inegable. Conmueven sin saber por qué. El artista descarga toda su pasión, mientras que el espectador la absorbe, sin darse cuenta, o quizá si, transformando ese momento, en un instante eterno.
Es ahí, en esa manifestación, donde un hombre común tiene la facultad de transformarse en un ser místico, en un alquimista que mezcla elementos, logrando efectos, ese hombre es aquel que expone lo más íntimo que posee, su alma.
El pasado viernes, 5 de febrero, tuvimos la afortunada ocasión de presenciar el milagro del arte, ese efímero momento irónicamente imborrable, gracias a un francés, aparentemente inexpresivo, frio y arrogante. Pero que, cuando está frente a su cómplice, mientras la muerte juega su papel de moderadora, expresa todo lo que no puede de otra manera. Es ahí y solo ahí, donde la escena se transforma, a través de detalles y movimientos de una plasticidad casi insoportable, en la que ambos, toro y torero, se funden en un sólo ser, inconcebible uno sin el otro.
Ni su torpeza con el acero, ni la rechifla del público por negarse a matar a uno de sus toros pueden borrar lo que hizo.
Mucha polémica desató esta corrida de aniversario, iniciando por el cartel, un desconcertante mano a mano, en donde uno de los alternantes carecía de mérito para estar ahí. Seguido por el cambiadero de toros, que sigo sin entender, dónde está, primero el ganadero, que los elije para una corrida tan importante, donde está el juez que los autoriza, y luego, según dicen los cronistas (a saber si es cierto), que el mismo Castella fue a escoger a sus toros, ¿Cuál es la verdad? Quien sabe.
Luego la polémica porque Sebastián se negó a matar a un toro ya picado. Hay quien dice que está bien, otros que no, pero lo cierto es que ésto dejó a relucir una total falta de autoridad en la Plaza México, donde cada quien pone sus condiciones.
Yo, que no se nada de mercadotecnia, creo que ya puestos en el hecho de que no quiso matar al toro, se lo hubieran llevado, al final de la corrida, detenido por desacato a la autoridad, esto hubiera generado mayor polémica, después de lo enorme que estuvo, traduciéndose en un cuento grande, creándole toda un aura de rebeldía, mezclada con su inmenso valor y ese arte que tiene.
Total, sólo se hubiera quedado un par de horitas, mismas en las que El Saltillense le hubiera sacado unas extraordinarias fotografías vestido de luces tras las rejas, y el juez le habría dado a la México el lugar que merecía en su aniversario.
Les digo que la mercadotecnia no más no se les da.
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