Todas las tauromaquias implican el respeto al toro |
- Francis Wolff
¿Le gustan las corridas de toros?
¡Sepa defenderlas!
¿No le gustan las corridas de toros?
¡Sepa comprenderlas!
Prefacio
Desde hace algunos años ha comenzado una nueva batalla contra la fiesta de los toros. Diversos tipos de prohibiciones han sido propuestos; han intentando por un lado restringir el acceso de los menores, como en Francia o en el País Vasco, y por otro prohibir directamente las corridas de toros, como en Cataluña. La restricción, por el momento, ha perdido, la prohibición podría ganar un día de éstos. Esta brusca movilización antitaurina ha tenido como consecuencia, en Francia, la creación de una organización que aglutina a todas las asociaciones (de aficionados, de profesionales y también de políticos) implicadas en la defensa de las corridas de toros, denominada el “Observatorio Nacional de las Culturas Taurinas”, cuya misión es la vigilancia permanente sobre las iniciativas antitaurinas: se ha convertido en el único interlocutor legítimo ante los poderes públicos para tratar de estas cuestiones. En Cataluña existe la Plataforma para la Promoción y Difusión de la Fiesta, que desarrolla un trabajo análogo pero en situación de urgencia, dadas las amenazas inmediatas que se ciernen sobre las corridas de toros en esa comunidad. Y la Mesa del Toro, formada inicialmente sobre todo por profesionales, es la que toma iniciativas similares en todo el estado español, e incluso en la Comunidad Europea. Esta pequeña obra, que no tiene ningún afán comercial ni literario, nace con el propósito de contribuir al esfuerzo explicativo en defensa de las corridas de toros, que las mencionadas organizaciones llevan a cabo. El único objetivo es ofrecer un resumen de los principales argumentos a favor del mantenimiento de las corridas de toros en las zonas donde están tradicionalmente implantadas. Muchos de los argumentos figuraban ya, de una u otra forma, en mi Filosofía de las corridas de toros, Bellaterra, 2008, donde proponía desvelar el sentido y los valores éticos y estéticos de la tauromaquia.
¿Son tortura las corridas de toros?
Calificar las corridas de toros como “tortura” se ha convertido en un eslogan corriente para los militantes de la causa antitaurina. Todo detractor serio de la fiesta de los toros tendría que avergonzarse de semejante ofensa. Salvo que se acepte traicionar el significado de las palabras. ¿Qué es torturar? Es hacer sufrir voluntariamente a un ser humano indefenso, ya sea por puro placer (cruel o sádico), ya sea para obtener algún beneficio como contraprestación de ese sufrimiento (una confesión, una información, etc.). Por estas cinco razones, lascorridas de toros se oponen radicalmente a la tortura.
[1] Las corridas de toros no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal
La tortura tiene como objetivo hacer sufrir. Que las corridas de toros impliquen la muerte del toro y consecuentemente sus heridas forma parte innegablemente de su definición. Pero eso no significa que el sufrimiento del toro sea el objetivo – de hecho no más que la pesca con caña, la caza deportiva, el consumo de langosta, el sacrificio del cordero en la fiesta grande musulmana o en cualquier otro rito religioso. Estas prácticas no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal, aunque puedan tener ese efecto. Si se prohibieran todas las actividades humanas que pudieran tener como efecto el sufrimiento de un animal, habría que prohibir un importante número de ritos religiosos, de actividades de ocio, y hasta de prácticas gastronómicas, incluyendo el consumo normal de pescado y carne, que implica generalmente estrés, dolor e incomodidad para las especies afectadas. Las corridas de toros no son más tortura que la pesca con caña. Se pescan los peces por desafío, diversión, pasión y para comérselos. Se torean los toros por
desafío, diversión, pasión y para comérselos.
[2] Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, es hacerlo sobre un ser con las manos y los pies atados, y, en cualquier caso, privado de la posibilidad de defenderse. Y eso, no solo no sucede en la lidia sino que además sería contrario a su sentido, su esencia y sus valores. La palabra corrida procede de correr: es el toro el que debe correr, atacar y por tanto pelear. Lo que interesa a los aficionados es, primero, y para muchos sobre todo, la pelea del toro. Lo que da sentido a la lidia es la acometividad del animal, su peculiar manera de embestir, de atacar o defenderse, es decir su personalidad combativa. Sin la
lucha del toro, su muerte y las diferentes suertes del toreo carecerían de valor. Si el toro fuera pasivo o estuviera desarmado, la lidia no tendría ningún sentido. De hecho, no sería una corrida sino una vulgar carnicería (y por tanto no habría razón alguna para hacer de ella un “espectáculo”). Por ejemplo, las reglas de la ejecución de la suerte de varas tienen como principio director que el toro acometa al picador y vuelva a hacerlo, motu proprio. Debe embestir una y otra vez sobre su adversario alejándose de su propio “terreno” natural, que es el lugar donde se siente más seguro porque nada le amenaza. Durante toda la suerte debe tener la posibilidad de “escoger” entre la huída o la pelea. Por decirlo de manera más directa, la ejecución de la suerte de varas tiene como principio que la herida del animal sea el efecto de su instinto combativo y la consecuencia de su propia pelea. ¡Esto es justamente lo contrario de la tortura!
[3] Las corridas de toros no tendrían ningún sentido sin el riesgo de la muerte del torero
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, no es únicamente hacerlo sobre un ser sin posibilidad de defenderse, es hacerlo con total tranquilidad y sin asumir el más mínimo riesgo. ¿Somos capaces de imaginar un torturador herido o matado por su torturado? Evidentemente, no. Entonces el sentido, la esencia y el valor de la corrida descansan sobre dos pilares: el primero es la lucha del toro que no debe morir sin haber podido expresar, de la mejor manera, sus facultades ofensivas o defensivas (argumento [2]); el segundo pilar, simétrico del primero, es el compromiso del torero, el cual no puede afrontar a su adversario sin jugarse la vida. Ninguna corrida tendría interés sin ese permanente riesgo de muerte del torero. ¡De nuevo, esto es justamente lo contrario de la tortura!
[4] ¡Si un toro fuera torturado huiría!
La lidia no pretende torturar a un animal indefenso, sino más bien al contrario consiste en hacer pelear a un animal naturalmente predispuesto para la lucha (de ahí el nombre de toro de lidia, ver argumento [7]). Tenemos dos comprobaciones empíricas evidentes: si se le hiciera la prueba del puyazo a cualquier otro animal (un buey o un lobo), huiría inmediatamente, puesto que la fuga es la reacción inmediata de cualquier mamífero ante una agresión. Sin embargo, el toro de lidia, lejos de huir, redobla sus acometidas. Segunda comprobación: cuando se le hace sufrir a un toro de lidia una verdadera “tortura” (por ejemplo, una descarga eléctrica como es el caso de algunas vallas electrificadas), se escapa y huye. Este comportamiento es justamente el contrario al de su reacción normal durante la pelea en el ruedo.
[5] Hablar de tortura ¿no es confundir al hombre con el animal?
La tortura es una de las más abominables prácticas del mundo. Sea cual sea su finalidad, no puede ser nunca justificada. Llamar a cualquier cosa tortura, y especialmente hacerlo con las corridas de toros, ¿no es más bien banalizar el uso de la palabra y así atenuar la condena sin remisión de esta innoble práctica? (Y eso por no referirnos a todos aquellos que se rebajan a aludir al nazismo,… ¿no estaríamos cerca de una forma de negacionismo?). Queriendo agravar el supuesto maltrato del toro que pelea, recurriendo a una palabra destinada a impactar en la imaginación ¿no están corriendo el riesgo de hacer más benigna la verdadera tortura? Sería tanto como decir que la insoportable e interminable tortura del impotente prisionero político que se halla en el fondo de una celda, es lo mismo que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No constituye esto un auténtico insulto a todos los torturados del mundo?
El sufrimiento del toro
Sin embargo – dirán los escépticos — sigue quedando claro que el toro sufre durante la lidia y por tanto, ¡es insoportable! No sabemos demasiadas cosas sobre el dolor animal, que sin duda existe, hecho que no implica que podamos compararlo con el sufrimiento humano, ya que en el animal es instantáneo y no va acompañado de la conciencia reflexiva que aumenta el desamparo. Tampoco podemos olvidar que, en el mundo animal, el dolor tiene esencialmente un valor positivo y un sentido utilitario: poner en marcha la reacción adaptada, que consiste generalmente en evitarlo o rehuirlo. ¿Qué es
lo que podemos saber del sufrimiento del toro durante la lidia?
[6] El estrés del toro
Para un hombre del siglo XXI, el dolor es el peor de todos los males pues le deja completamente impotente. Para ciertos animales, algunos males son peores que el dolor, por ejemplo, el estrés que experimentan cuando se encuentran en una situación insoportable o un entorno inadaptado a su organismo. Los estudios experimentales del profesor Illera del Portal, Director del Departamento de Fisiología Animal de la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, han demostrado (a través de la medida de la cantidad de cortisol producida por el organismo) que el toro de lidia sufre más estrés durante su transporte o en el momento de salir al ruedo que en el transcurso de la lidia; y que incluso el estrés disminuye en el curso de la pelea. Es lo que ya sabían — a su manera — los ganaderos y lo que confirma el simple sentido común. Para un animal como el toro de lidia, habituado a vivir en libertad en grandes espacios y responder a las amenazas de su territorio con el ataque sistemático, la contención es mucho más difícil de soportar que la lucha. En el ruedo, el toro reencuentra su familiar propensión a la defensa del territorio en contra del intruso.
[7] La adaptación fisiológica del toro a la lidia
El toro de lidia (Bos taurus ibericus) no es para nada un apacible rumiante. Es una muy especial variedad de bovino, lejano descendiente del uro, que vivió más o menos en estado salvaje hasta el siglo XVIII y que estaba dotado de un instinto de defensa de su territorio muy desarrollado, una forma de “fiereza”. El auge de las corridas de toros permitió la creación de grandes ganaderías en las que los toros eran y son criados en condiciones de libertad para preservar esa acometividad natural, a la cual se le añadió un proceso selectivo en función de la aptitud de cada ejemplar para la lidia. Estas dos condiciones, la natural y la humana, crearon un animal original, una especie de atleta del ruedo, dotado de bravura, es decir, de una capacidad ofensiva para el ataque sistemático contra todo lo que pueda presentarse como una amenaza, y muy especialmente la intromisión en su territorio. Esta agresividad se observa desde el nacimiento: basta con ver un becerro recién nacido dando cornadas (imaginarias, claro) al hombre que se le acerca. Se manifiesta también entre los propios toros (las peleas por la jerarquía son frecuentes) e innegablemente contra el hombre, que no debe normalmente acercarse a ellos, sobre todo si están solos o aislados. Por eso no sorprende que los estudios de laboratorio del ya citado Juan Carlos Illera del Portal hayan demostrado que este animal, particularmente adaptado para la lidia, tenga reacciones hormonales únicas en el mundo animal ante el “dolor” (que le permiten anestesiarlo casi en el mismo momento en que se produce), especialmente debido a la segregación de una gran cantidad de beta-endorfinas (opiáceo endógeno que es la hormona encargada de bloquear los receptores del dolor), sobre todo, cuando se produce en el transcurso de la lidia. Otro descubrimiento que demuestra la singularidad del toro de lidia en relación a las demás “razas” de bovinos es la talla del hipotálamo (parte del cerebro que sintetiza las neurohormonas que se encargan especialmente de la regulación de las funciones de estrés y de defensa) que es un 20% mayor que el de los demás bovinos – dato que es considerable. Todo esto no hace sino explicar las causas fisiológicas de un comportamiento que cualquier ganadero de toros de lidia o cualquier aficionado conoce (pero que ignoran todos los profanos) y que hace posible la lidia: el toro bravo, en lugar de sentir el “dolor” como un sufrimiento, lo siente como un estimulante para la lucha. Se transforma inmediatamente en una excitación agresiva.
[8] Dolor y lidia
Ya hemos dicho (ver argumento [4]) que, al contrario de los demás animales, el toro de lidia no reacciona a las heridas huyendo sino atacando. Es el único animal que, herido por los puyazos, vuelve a la carga para atacar al picador en lugar de huir de él (siendo la fuga la respuesta normal, naturalmente adaptada, al dolor). Sin embargo, esta reacción es perfectamente natural en un animal genéticamente predispuesto para el combate. Sabemos que en el ser humano sucede algo parecido. Miles de testimonios de soldados heridos lo confirman. Ellos explican no haber notado nada, o casi nada, de las graves heridas recibidas a causa del fragor del combate. Esto mismo les ocurre a algunos toreros cuando reciben una cornada, que comienzan a sufrir después de acabada la lidia. ¡Cuánto más verdad es en el caso de un animal fisiológicamente dotado y genéticamente seleccionado para la lidia, y que no deja de combatir, mientras le reste un hilo de vida!
[9] “¡Pero el toro no quiere luchar!”
A veces se contesta a los argumentos precedentes con tal sentencia: “el hombre (el torero) lucha si quiere, elige arriesgar su vida; el animal, por el contrario, no elige el combate sino que está condenado a la lucha y a la muerte”. Respondo: es cierto. ¡Pero es que los animales en general no “eligen” conscientemente una u otra conducta! Es decir, no se marcan un objetivo en su mente al que intentarían llegar por tal o cual medio requerido. Muy al contrario, actúan de manera conforme a su naturaleza individual o a la de su especie. De esta forma, un toro que acomete, que ve en cualquier intruso un adversario que debe expulsar y que ataca a un hombre “que no le ha hecho nada malo”, no actúa por “elección” o por “voluntad” consciente y clara, sino que su comportamiento obedece a su naturaleza, a su carácter, a la “bravura” que está en él. ¡Sin lugar a dudas, el toro no quiere luchar, pero no es porque sea contrario a su naturaleza el luchar (¡bien al contrario!) sino porque lo que es contrario a su naturaleza es el querer!
[10] “Pero la lucha es desigual: el toro siempre muere”
Ante esta aseveración, respondo: la lidia es una lucha con armas iguales, la astucia contra la fuerza, como David contra Goliat. Es también una lucha con suertes desiguales puesto que ilustra la superioridad de la inteligencia humana sobre la fuerza bruta del toro. Pero, entonces, ¿qué pretenden? ¿Que las posibilidades del hombre y del animal fuesen iguales, como en los juegos del circo? Pero, si muriera unas veces uno y otras veces otro ¿sería más justa la lidia? ¡En absoluto! Sería, en todo caso, más bárbara. La corrida de toros no es una competición deportiva en la que el resultado habría de quedar imprevisible. Es una ceremonia en la que el final se conoce de antemano: el animal debe morir, el hombre no debe morir (aunque puede suceder, que un torero muera de manera accidental, y que un toro, de manera excepcional sea indultado por su bravura). Esta es la moral de la lidia. Pero que sea desigual no significa que sea desleal. Justamente, la demostración de la superioridad de las armas del hombre sobre las del animal sólo tiene sentido si dichas armas (el trapío, los pitones, la fuerza) son potentes y no han sido mermadas artificialmente. Esta es la ética taurómaca: una lucha desigual pero leal.
La muerte del toro
Cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a agotarse, el detractor de la fiesta escoge el nervio central de la lidia: la muerte. Preguntan: ¿por qué matar al toro? ¿Tenemos derecho a hacerlo? ¿Es necesario? Esta protesta sincera contra la muerte del toro se formula de manera confusa. No se sabe bien lo que se condena: ¿el acto de matar un animal? ¿El hecho de matarlo para algo diferente de comérselo (como si el toro no nos lo comiéramos, y como si comer fuera la finalidad más elevada y la más defendible)? ¿O el hecho de matarlo en público? Habitualmente es este último punto el que genera el mayor malestar, en la imaginación de la gente. No el acto en sí, sino su publicidad. Estamos rozando lo irracional. Nos damos cuenta de que, tras la “defensa del animal”, se disimula un malestar ante la visibilidad de la muerte. “¿No valdría más ocultarla?”
[11] ¿Tenemos derecho a matar animales?
El respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la civilización. No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida en general. De hecho sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se alimenta sin cesar de la vida. Un animal es un ser que se alimenta de sustancias vivas, sean vegetales o animales. Proclamar por tanto que todos los seres vivos tienen derecho a la vida es un absurdo ya que, por definición, un animal sólo puede vivir en detrimento de lo viviente. Los animales se matan entre ellos para cubrir sus necesidades, y no exclusivamente nutritivas (contrariamente a lo que comúnmente se cree), a veces lo hacen por agresividad, por juego, o por instinto de caza (como en los casos del gato, del zorro, o de la orca)… De la misma forma, los hombres siempre han matado animales: bien, porque tenían la necesidad de hacerlo para deshacerse de bestias dañinas (portadoras de enfermedades o causantes de plagas), bien, para satisfacer sus necesidades, nutritivas o de cualquier otro tipo: cuero, lana, etc.; bien, por razones culturales o simbólicas (sacrificios religiosos, demostraciones cinegéticas, juegos agonísticos). Pero lo propio del hombre, que le diferencia de “los demás animales”, es lo siguiente: cuando mata un animal respetado (y no una bestia dañina de la que tiene la obligación de deshacerse), el acto de darle muerte va generalmente acompañado (en las sociedades tradicionales o rurales) de un ritual festivo o de una ceremonia expiatoria. Hay una excepción a esta regla: la muerte mecanizada, estandarizada e industrializada de los mataderos. Ésta es fría, silenciosa, ocultada y — por decirlo de alguna forma — vergonzosa, que es lo que caracteriza a nuestras sociedades urbanas. La corrida de toros satisface al mismo tiempo las necesidades físicas (el toro es comestible) y simbólicas (las corridas de toros son un combate estilizado y una ceremonia sacrificial). Y, al contrario del matadero industrial, siempre van acompañadas de todas las marcas de respeto tradicional hacia el animal: ritual regulado precediendo al acto y recogido silencio en el momento de la muerte. La pregunta del “derecho a matar” animales se plantea por tanto mucho más en el caso del matadero industrial que en el de la muerte del toro en el ruedo.
[12] ¿Por qué matar a los toros?
La muerte del toro es el fin necesario de la corrida. Podríamos enumerar razones utilitaristas. El toro está destinado al consumo humano y en ningún caso puede volver a servir para otra corrida, porque en el transcurso de la lidia ha aprendido demasiado, se ha convertido en “intoreable”. Pero esto no es lo esencial. Las verdaderas razones son simbólicas, éticas y estéticas. Simbólicamente, una corrida es el relato de la lucha heroica y de la derrota trágica del animal: ha vivido, ha luchado, y tiene que morir. Éticamente, el momento de la muerte es el “instante de la verdad”, el acto más arriesgado para el hombre, en el que se tira entre los cuernos intentando esquivar la cornada gracias al dominio técnico que ha adquirido sobre su adversario en el desarrollo de la lidia. Estéticamente, la estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la totalidad y la perfección de una obra. Estas tres razones son las que dan sentido a las corridas de toros.
[13] Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como prescribe la ley portuguesa?
Hemos recordado más arriba las razones esenciales (simbólicas, estéticas y éticas) de la muerte pública, fin necesario de la ceremonia sacrificial. Por otra parte es un error creer que una muerte “ocultada” sería “menos cruel” para el animal. Es más bien lo contrario. Un toro que sale vivo del ruedo tendrá que esperar largas horas antes de ser llevado al matadero donde será abatido por el carnicero. Dejar al animal malherido y confinado en un espacio reducido sin opción a la lucha, sí que sería un auténtico calvario para él (ver argumento [8]). La única beneficiada de esta solución sería la hipocresía: lo que no se ve no existe. (“¡Tapemos la sangre y la muerte, lo esencial es que no se vean!”)
[14] Todas las tauromaquias implican el respeto al toro
La corrida de toros es una de las formas de tauromaquia. Existen cientos, de las que perviven unas cuantas decenas. En todas las sociedades donde han vivido toros bravos ha existido alguna forma de tauromaquia, ora deporte, ora rito (en ocasiones ambos a la vez), ora caza solitaria, ora espectáculo de una lucha, ora gratuito desafío del hombre al animal, ora sacrificio ofrecido por los hombres a los dioses. El punto común de todas las tauromaquias es que ellas denotan la fascinación y la admiración que ejercen, en todo tipo de culturas, el toro y su poder, sea real o simbólico. El toro se transforma en el único adversario que el hombre encuentra digno de él. Es el animal con el que se puede medir con orgullo y que por consiguiente lo afronta con la lealtad que se debe a un adversario a su medida. ¿Podríamos demostrar nuestro propio poder ante un adversario al que despreciásemos y maltratásemos? En todas las tauromaquias, al animal se le combate con respeto y no se le abate como a un bicho dañino, ni se le mata de cualquier manera como a una simple máquina de producción cárnica.
[15] La norma taurómaca consiste en afirmar que no se puede matar al animal sin arriesgar la propia vida
Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida sólo se puede dar muerte al toro poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho de matar al animal. Lo que hace posible la necesidad de la muerte del toro (ver argumento [10]) es la posibilidad siempre necesaria de la muerte del torero. La mayoría de normas que ilustran la ética taurómaca se inspiran en esta norma esencial: engañar al toro para no resultar cogido pero exponiendo siempre el cuerpo al riesgo de la cornada. A la inversa, si se vence sin peligro se triunfa sin gloria.
[16] El toro no es abatido, tal como lo atestigua el ritual taurómaco.
La corrida de toros no sería nada sin su ritual. Desde el paseíllo inicial hasta las mulillas que arrastran el cadáver del toro, todos los actos, todos los gestos, todas las actitudes de los actores intervinientes están ritualizados y tienen su sentido. El ritual porta dos finalidades. Proteger simbólicamente los actos de un hombre que arriesga su vida de cualquier accidente imprevisible, al rodearlos de una tranquilizadora barrera repetitiva. Envolver con un ritual festivo y trágico a la vez los momentos en los que se juega la vida de un animal respetado (ver argumento [11]) y por lo tanto singularizado. Al toro se le distingue como un ser vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y con una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas veces se le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso se le aclama como a un héroe. ¿Alguien hablaba de desprecio o de crueldad? Habría que hablar de admiración (ver argumento [26])
[17] El toro no es abatido, se le respeta en su propia naturaleza
El toro de lidia es un animal bravo, lo que significa que es por naturaleza desconfiado, taciturno y agresivo. Esta natural combatividad no tiene nada que ver con la del depredador azuzado por el hambre, puesto que el toro es un herbívoro, ni tampoco está vinculada con un instinto sexual, pues se manifiesta también ante individuos de otras especies. Para un animal como éste, una vida conforme a su naturaleza “salvaje”, rebelde, indómita, indócil, insumisa, tiene que ser una vida libre – por tanto la mejor posible. Y así, una muerte conforme a su naturaleza de animal bravo tiene que ser una muerte en lucha contra aquél que cuestiona su propia libertad, es decir, contra aquel ser vivo que le disputa en su terreno su supremacía. Éste es el drama que se muestra en el redondel: el toro libra su último combate para defender su libertad. ¿Sería más conforme a su bravura y a la propia naturaleza del toro vivir esclavizado por el hombre y morir en el matadero como un buey de carne?
[18] ¿La mejor de las suertes?
Es debido a un proceso de identificación por lo que el animalista sólo es capaz de imaginar al toro como chivo expiatorio del hombre. También dicho proceso hace que algunos lo vean como víctima y no como combatiente. Así, puestos a identificarse con el toro propongamos a esos animalistas que se identifiquen con otras especies bovinas y pidámosles que elijan cuál es la mejor de las suertes: la del buey de tiro, la del ternero de carne (criado normalmente “en batería” y muerto a corta edad) o la del toro de lidia: cuatro años de vida libre a cambio de quince minutos de muerte luchando. Entonces la pregunta sería: “¿con quién quiere usted identificarse?”
Los toros y el medio ambiente Igual que la ópera, el flamenco o el fútbol, los toros no son ni de derechas ni de izquierdas. Sin embargo, algunos partidos deberían reconocer en la fiesta de los toros sus propios valores: me refiero a los partidos “verdes” o ecologistas. Lo decepcionante es que normalmente están impregnados de una ideología “animalista” nada ecologista, y entre sus militantes hay pocos que conozcan la realidad de la vida del toro en el campo y la de su muerte en el ruedo. Se confunde “animalismo” con ecología. Y sin embargo, lo uno es lo opuesto de lo otro. Ocurre que numerosos ecologistas “olvidan” sus propios valores para abrazar los valores animalistas, que son contrarios. Defender el equilibrio de las especies y la conservación de los ecosistemas no tiene nada que ver con el hecho de ocuparse de la muerte de cada animal considerado individualmente y aún menos con el “sufrimiento” individual de todos los animales que pueblan los océanos, las montañas y los bosques del mundo. No se puede al mismo tiempo salvar a la especie “leopardo” y preocuparse por el sufrimiento de las gacelas. No se puede al mismo tiempo salvar a la especie “oveja” y preocuparse por la suerte individual de los lobos hambrientos (la afirmación inversa también es cierta). No se puede alimentar a las palomas (por sentimiento animalista) y preocuparse por sus plagas (por razones ecologistas). Hay que elegir: la ecología o el animalismo. La fiesta de los toros está radicalmente en el bando de la ecología. Por las cuatro siguientes razones.
[19] Una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa
Defender la fiesta de los toros es apostar por una de las últimas formas de ganadería extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de una extensión de 1 a 3 hectáreas de terreno. ¿Puede alguien mejorar esa realidad tratándose de animales domésticos? Si se suprimen las corridas de toros muchas de esas tierras hoy destinadas al toro de lidia se entregarían al uso de la agricultura intensiva o industrial. No deja de ser curiosa la inversión de valores: en la época de la mercantilización de lo viviente, de la cría de bovinos en auténticas fábricas de filetes, de la producción en cadena de pescados estandarizados, algunos se indignan por las condiciones de vida y de muerte de los toros de lidia.
[20] Un ecosistema único
Esta ganadería extensiva, preservada de la mecanización indiscriminada gracias al amor por el toro y a la abnegación personal de algunos ganaderos (que a buen seguro tendrían mucho más interés -económico- en “fabricar carne” en ganadería intensiva) sólo se puede hacer en unos espacios y unos pastos únicos: la dehesa en España (de Salamanca a Andalucía), en Portugal (en el Ribatejo), y en Francia (en la Camarga). Gracias a la presencia del toro de lidia, estos espacios son auténticas reservas ecológicas de incomparable riqueza de flora y de fauna (jabalí, lince, buitre, cigüeña, etc.) similar a la de los grandes parques naturales protegidos. (En el caso de La Camarga nos podemos referir, por ejemplo, a los trabajos del equipo de Bernard Picon y en especial a su libro “El espacio y el tiempo en La Camarga”). Esto lo saben bien los ecólogos, que no deben ser confundidos con algunos teóricos de la “ecología política”.
[21] Defensa de la biodiversidad
Un verdadero ecologista defiende la biodiversidad y lucha contra la desaparición de las especies. Los animalistas que hoy batallan por la prohibición de la fiesta de los toros luchan, muchas veces sin ser conscientes de ello, por la desaparición de los toros de lidia (Bos taurus ibericus). Esta variedad única de toro salvaje preservada en Europa desde el siglo XVIII gracias a las grandes ganaderías estaría condenada al matadero si se suprimieran las corridas de toros. Con lo cual, para salvar la especie (o la variedad) es necesario “sacrificar” algunos toros en el ruedo. El animalista querría “salvar” a esos ejemplares del destino que les espera. Pero ¿cómo sería eso posible sin condenarlos, a ellos y a todos los demás, al matadero? ¿Qué haríamos con todas esas vacas, erales, becerros, que hoy viven exclusivamente para posibilitar que unos cuantos toros adultos sean lidiados en el ruedo? En efecto, es necesario contar con una ganadería de unas trescientas cabezas de ganado para “producir” anualmente tres corridas de seis toros adultos, (cuatro años). (A esto, el antitaurino generalmente contesta que no siendo el toro de lidia, en la estricta acepción biológica del término, una especie sino solo una “variedad” su patrimonio genético no tendría que ser protegido: pero ¿podríamos deshacernos de los perros con el pretexto de que tenemos lobos, o viceversa?)
Supongamos que, aguijoneado por estos argumentos, el animalista insista en su empeño de pretenderse “ecologista” y vuelva a las consideraciones morales sobre la necesidad de reducir el “sufrimiento” animal. Preguntémosle entonces: ¿disminuiría verdaderamente el sufrimiento animal si se suprimiesen las corridas de toros? (Claro, si suprimimos todos los individuos de una determinada población, de un plumazo suprimiremos sus “sufrimientos”. Pero a nadie se le escapa que esto es un sofisma). Pero, sigamos con ese razonamiento “utilitarista”: ¿qué pasaría con todas esas vidas libres (y por tanto “mejores” que las de la mayor parte del resto de animales que viven bajo la dominación del hombre) de esos centenares de miles de bestias (sementales, vacas, utreros, añojos, becerros) que disfrutan actualmente de una vida conforme a su naturaleza y que no mueren en el ruedo? (De unos 200.000 animales que viven actualmente en las ganaderías destinadas a la lidia, sólo el 6% muere en el ruedo). ¿Cómo contabilizar la pérdida de su existencia y de calidad de vida si se suprimieran las corridas de toros? Vayamos más lejos y volvamos a los doce mil toros que mueren cada año en los ruedos: ¿estamos seguros de que disminuiríamos sus sufrimientos privándoles de una buena vida si se suprimieran las corridas de toros? Y finalmente ¿estamos seguros de que disminuiríamos los sufrimientos de los toros destinados a la corrida si se les privase de la corrida? (ver argumento [18])
[22] Respeto de la naturaleza del animal
Una última consideración ecologista: el toro de lidia es el único animal criado por el hombre que vive y muere conforme a su naturaleza (ver argumento [17]). Esto no es fruto del azar, sino la consecuencia misma del sentido de la corrida ya que ésta exige la bravura del toro. Es un caso único de ganadería que debe respetar necesariamente las exigencias de la vida salvaje del animal (territorio, alimentación, coexistencia de las crías con sus progenitores, etc.) precisamente porque hay que preservar lo más intacto posible el instinto natural de agresividad, defensa del territorio y desconfianza ante cualquier intruso, especialmente ante el hombre. El toro de lidia es el único animal doméstico que sólo puede servir a los fines humanos para los que ha sido criado a condición de no ser domesticado. De ahí que deba ser criado de la manera más “natural” posible; en caso contrario, su lidia sería imposible y la corrida de toros perdería todo su sentido.
Por definición la corrida de toros es la práctica humana que debe respetar más y mejor las condiciones naturales de la vida de los animales que viven bajo la dominación humana.
[23] Humanidad y animalidad
Los animalistas defienden que como “todos somos animales”, deberíamos dispensar el mismo trato a los animales que a los hombres. Se equivocan. Es justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene deberes hacia ellos y no al contrario. Estos deberes no pueden, en ningún caso, confundirse con los deberes universales de asistencia, reciprocidad y justicia que tenemos para con los otros hombres en tanto que personas. Sin embargo, está claro que tenemos deberes hacia algunos animales. A priori hay tres formas de relacionarse con los animales. A los animales de compañía, les damos afecto a cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral traicionar esa relación, por ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de una autopista. A los animales domésticos, les proporcionamos ciertas condiciones de vida, a cambio de su carne, leche o cuero…; por eso, es inmoral considerarlos como meros objetos de producción sin vida, como sucede en las formas más mecanizadas de la ganadería industrial; pero no es inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido criados (argumento [22]). Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos liga ninguna relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una vinculación con la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la biodiversidad, luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas especies amenazadas.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos – que no son animales propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes? ¿Qué deberes tenemos para con ellos? Yo respondo: preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso) conforme a su fiereza natural (ver argumentos [14] a [16]). La corrida como espectáculo ¿Qué es lo insoportable a los ojos, o mejor dicho a la imaginación, de un adversario de la fiesta de los toros? ¿Lo que acontece, o el hecho de que se enseña? ¿Los hechos en sí, o su presentación como espectáculo? Ese adversario estaría casi dispuesto a admitir que, al fin y al cabo, y comparándolo con las desgracias del mundo, lo que sucede en el ruedo (la muerte del toro en unos pocos minutos) es asumible y no merecería el desenfreno de su indignación. Lo que verdaderamente no soporta es que otros puedan acudir a la plaza a ver lo que él se imagina. En su imaginación, sólo hay sangre y muerte. Ve exclusivamente eso. Y le es totalmente imposible imaginar, y aún menos comprender, que los espectadores sean como él, o sea que a ellos tampoco les guste la violencia, la sangre y la muerte. No es eso lo que van a
ver. Entonces, ¿qué?
[24] “¿No es un espectáculo cruel y bárbaro?”
Entre las representaciones que se hacen los adversarios de la fiesta de los toros, una de las más comunes consiste en considerarla como un espectáculo cruel y bárbaro. No niego que es un espectáculo singular y violento, aunque esta violencia está sublimada y ritualizada, como en otras formas artísticas. Pero no admito que sea un espectáculo bárbaro: nació en el siglo de las Luces como una ilustración del poder del hombre y de la civilización sobre la naturaleza bruta (ver argumento [29]). La verdadera barbarie, ¿no consistiría en poner en el mismo plano la vida del hombre y la vida del animal, “considerando por tanto al hombre como una bestia”? Tampoco admito que sea un espectáculo cruel, puesto que la crueldad supone el placer que se obtiene con el sufrimiento de una víctima (ver argumento [1]). Por supuesto, el aficionado también es sensible al drama del toro (el antitaurino no tiene el monopolio de la sensibilidad y de los buenos sentimientos) pero no ve en él una víctima de malos tratos sino un peligroso combatiente, muchas veces heroico, por más que resulte casi siempre vencido. La auténtica crueldad, ¿no es la de aquellos antitaurinos que afirman desear la cornada y la muerte del torero? Esto supone, una vez más, colocar al hombre y al animal en el mismo plano.
[25] “¿No son perversos los placeres de los espectadores?”
Una de más habituales e injustas de las injurias que los antitaurinos regalan a los aficionados, consiste en tratarlos como “perversos”, “sádicos”, etc. Es absurdo. Nadie conoce a ningún aficionado que disfrute con el sufrimiento del toro. De hecho es difícil encontrar alguno que sea capaz de pegar a su perro, e incluso de hacer daño de manera voluntaria a un gato o a un conejo. Y para todos aquéllos que imaginan a los aficionados como una casta particular de humanos sin corazón ni humanidad, sólo me permito recordarles el nombre de todos los artistas, poetas, pintores, que, con independencia de su procedencia y de sus convicciones, son al menos tan sensibles a la vida y al sufrimiento como todos los demás hombres, y en modo alguno carecen de moralidad o humanidad. ¿Cabría pensar que Mérimée, Lorca, Bergamín, Picasso, etc. (ver argumento [30]) han sido psicópatas y perversos sedientos de sangre? ¿Se podría pensar que hayan mentido hasta ese punto sobre lo que veían? ¿Habrían sido capaces de traicionar hasta ese punto lo que experimentaban en el fondo de su sensibilidad y expresaban con su arte? ¿Sería posible que un profano, que jamás ha visto una corrida de toros, sepa más que ellos sobre lo que realmente es? Y sobre todo, ¿cómo puede saber lo que esos mismos artistas han sentido al verlas?
[26] La mayor emoción en la plaza: la admiración
¿Cuál es la principal y más grande emoción que un aficionado siente, como otros muchos espectadores ocasionales, en una plaza de toros? No es un gozo perverso o maligno, sino una emoción inmediata, tan carnal como intelectual, que se llama admiración. Admiración antes que nada hacia la bravura del toro: por su poder, por su incesante combatividad, a pesar de las heridas y por sus repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración también hacia el valor del hombre, por su audacia, su coraje, su sangre fría, su calma, y su inteligencia en relación con el adversario. ¡Sí! Vamos a la plaza, por encima de todo, a admirar. Es el más sano y más delicioso de los placeres.
[27] “La corrida de toros genera violencia”
Es una idea simplista. Bajo el pretexto de la existencia de violencia en la lidia, se generaría violencia automáticamente. Insisto: se trata de una violencia estilizada y ritualizada, es decir, sublimada y canalizada y por tanto no de una violencia caótica, absurda, desenfrenada, sin fe ni ley…, con la que a veces la realidad (o su representación) nos confronta. Por eso no se ha visto nunca a ningún espectador que se haya vuelto violento o agresivo hacia los hombres o los animales después de haber visto una (o cien) corrida(s). Rara vez se han registrado actos de violencia cometidos por los espectadores durante o después de una corrida. El fútbol es seguramente un deporte menos violento que el rugby, pero todo el mundo sabe que la violencia en los estadios de fútbol es mucho más habitual y desenfrenada que la que se produce en los estadios de rugby –y por supuesto superior a la de las plazas de toros. El público que asiste a una corrida es a menudo gente cultivada y educada, que manifiesta de manera muy pacífica sus emociones, e incluso las más fuertes e indignadas, cuando el espectáculo no corresponde a sus expectativas. En realidad, si hubiera que considerar la fiesta de los toros como una “escuela” de algo, ésta sería la del respeto: por el rito y su sentido; por la animalidad y la manera como se expresa; y por la humanidad que triunfa y la manera como lo consigue.
[28] “¿Son las corridas de toros un espectáculo traumatizante para los
niños?”
Cualquier cosa puede traumatizar a un niño. Especialmente la violencia muda, ciega y absurda, a la que no se le puede dar ningún sentido ni razón. Lo que puede contribuir al trauma es el silencio. Un niño puede soportar o no el espectáculo de la corrida de toros ni más ni menos que un adulto. El niño puede aprender y comprender, igual que lo puede hacer un adulto. Puede rápidamente percibir la diferencia entre el hombre y el animal, y sobre todo, entre el animal admirado y temido como el toro, y el animal afectuoso y querido como su perro o su gato. Y la corrida de toros puede ser la ocasión para que los padres den explicaciones sobre los signos del ritual (hecho al que los niños son especialmente sensibles), dialoguen con ellos sobre la vida y la muerte, y también ofrezcan las explicaciones pertinentes sobre el comportamiento animal y el arte humano. La corrida de toros, por sí misma, no es ni “traumatizante” ni “educativa”. Lo que puede contribuir a traumatizar a los niños es el miedo de los padres a traumatizarlos. Al contrario, es el deseo de los padres de compartir sus alegrías y hacer comprender a los niños un espectáculo tan singular, lo que puede resultar educativo.
La fiesta de los toros en la cultura y en la historia Hasta el momento nos hemos situado en territorio adverso. Hemos respondido a los ataques de los que afirman que no les gusta la fiesta de los toros – que están en su derecho — y de los que, a veces sin saber nada del asunto, pretenden prohibirla o limitar el acceso a los demás –ya no están en su derecho. Hemos dicho, por tanto, todo lo que la fiesta de los toros no es. Aún no hemos empezado a decir lo que es. No se trata de un fenómeno sin raíces históricas y geográficas. Está integrada en una cultura, lo que no quiere decir que se reduzca a ella. Es creadora de una diversidad de culturas particulares, lo que no significa que no sea en todos los casos portadora de los mismos valores. Es también inspiradora de “alta cultura”, lo que no significa que esté desconectada de la cultura popular.
[29] “¿Es arcaica la fiesta de los toros?”
A este respecto, los prejuicios abundan a uno y a otro lado de la barrera que separa a los aficionados de los antitaurinos. Para éstos, la fiesta de los toros es arcaica, remontándose a una especie de edad bárbara de la humanidad. Para aquellos, la fiesta de los toros es arcaica, encontrando su legitimidad en las más antiguas y respetables fuentes. Estas dos utilizaciones de la antigüedad son igualmente ideológicas. En realidad la corrida es una invención moderna. El toreo a pie no va más allá del siglo XVIII; se codifica progresivamente a principios del siglo XIX y, tal cual lo conocemos hoy, no tiene más de un siglo y medio de existencia. Es más o menos la época en la que llega a las regiones francesas de Aquitania, Camarga y Provenza, que conocían los juegos taurinos desde hacía mucho tiempo. La historia se opone al prejuicio. Se cree que la muerte pública del toro es lo que es arcaico y que el aspecto lúdico de las tauromaquias populares es reciente (conforme al actual prejuicio según el cual el proceso de “civilización” supone la progresiva depuración de la muerte). Sin embargo, lo cierto es justamente lo contrario: en toda la cuenca mediterránea siempre hubo diversos juegos populares con el toro. La codificación de la popular corrida de toros con muerte pública es reciente – como puede comprobarse con un argumento económico: criar toros “salvajes”, que sólo pueden ser empleados una vez, presupone un elevado grado de desarrollo económico.
En compensación, lo que está demostrado son los tres hechos siguientes. La corrida de toros no ha dejado de desarrollarse en España a lo largo de todo el siglo XX y está más viva que nunca. Como nos recuerda Pedro Cordoba en su excelente libro La corrida (Colección “Idée reçues”, editorial “Le cavalier bleu”, Paris, 2009), en 2008 se celebraron en España aproximadamente novecientas corridas de toros formales; cuatro veces más que un siglo antes; y también (contrariamente a un prejuicio con mucha aceptación) cuatro veces más que en 1950.
En Francia, la “corrida” no ha dejado de desarrollarse desde su introducción (hacia la mitad del siglo XIX), y ha conocido un auténtico boom especialmente en estos últimos veinticinco años. A modo de ejemplo, en el último cuarto de siglo, la asistencia a la plaza de Nîmes se ha duplicado prácticamente, pasando de unos 70.000 espectadores por año a comienzos de los ochenta a unos 133.000 en el 2007. Lo mismo ha ocurrido en el mundo ganadero: la primera ganadería se fundó en 1859 (H. Yonnet) y durante mucho tiempo fue la única; en la actualidad, Francia cuenta con 42 ganaderías, distribuidas por el sureste del país (especialmente en La Camarga) y algunas en el suroeste. La gran mayoría fue fundada a partir de 1980.
Lo que por otro lado nutre la idea de arcaísmo es el hecho de que la corrida de toros se ha convertido en uno de los pocos acontecimientos en el que se perpetúan actos que, hace poco, eran habituales y formaban parte de la vida cotidiana. Cualquier forma de ritualización ha desaparecido prácticamente de nuestras vidas en los últimos treinta años, sobre todo las que están ligadas a la muerte: no hay cortejos fúnebres en las ciudades, no se colocan marcas de duelo en las casas, y las personas tampoco llevan ya signos visibles de luto. La muerte de los animales se ha refugiado en el glacial silencio de mataderos industriales; de igual manera, la de los hombres ha emigrado hacia clínicas hiper-especializadas y asépticas o hacia las antecámaras de la muerte, anónimas y disimuladas, de las residencias geriátricas. Por otro lado, en una sociedad que hasta hace poco tiempo tenía raíces y sensibilidades rurales, la muerte regulada y festiva de un animal doméstico (la del gallo o la del cerdo) era un acto familiar que daba ritmo a la vida ordinaria mediante la excepcionalidad de los solemnes actos de comunión colectiva. Todo eso ha desaparecido de manera brusca.
Por tanto, la perspectiva animalista contemporánea que considera estos fenómenos como arcaicos no se equivoca del todo. Pero con una matización: lo que desde esa sensibilidad se considera arcaico no se remonta de ninguna manera a la noche de los tiempos sino, como mucho, a una o dos generaciones. Lo que ignora esa sensibilidad es que ella misma es el fruto muy reciente e hiper-moderno de una pérdida de contacto con los animales y con la naturaleza reales. Los animales que imagina son todos buenos como los animales de apartamento, o todos víctimas, como los cerdos criados en baterías que a veces vemos por la televisión: ambos tipos de animales son el
resultado de una ideología urbana reciente.
Hay un nexo de unión evidente entre estos tres hechos. Justamente porque nuestra época ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de la naturaleza, de la animalidad, es por lo que necesita volver a encontrar al mismo tiempo la realidad, la imagen y el símbolo en la corrida. ¡De ahí su modernidad!
[30] La fiesta de los toros no está ligada al franquismo. Como toda gran creación cultural es políticamente neutra
Hay un hondo prejuicio, puramente español, que identifica las corridas de toros con el franquismo. Esta consideración no resiste ni el análisis ni el peso de los hechos. ¿Los hechos? Por supuesto, las corridas de toros existían con anterioridad al franquismo y se han desarrollado perfectamente después. Cosa distinta es que el régimen haya sabido utilizar y manejar en beneficio propio los fenómenos más espectaculares de la pasión taurina – lo trágico de Manolete y lo desenfadado de El Cordobés, las dos caras de la popular fiesta de los toros. Esto es sin duda lo que hacen todas las dictaduras. Así, Salazar se esforzó en recuperar el fado portugués y atraer hacia sí el icono popular que fue la genial Amalia Rodrigues. Por eso el fado conservó durante algún tiempo después de la “revolución de los claveles” cierta imagen fascista cuando sin embargo nunca dejó de ser la expresión más profunda del alma popular lisboeta. También el régimen militar brasileño intentó recuperar para su favor la pasión futbolística del pueblo brasileño y la victoria de la Seleçäo en 1970. Todo esto nada tiene que ver con el fútbol, la música o los toros. Recordemos, porque la gente olvida, que hubo aficionados tanto en el bando antifranquista (pensemos en Lorca, Bergamín o Picasso) como en el bando franquista. En Francia, la fiesta desata pasiones entre personas de izquierdas (por ejemplo, los escritores Georges Bataille o Michel Leiris) como de derechas (por ejemplo, Henry de Montherland o Jean Cau); y al contrario de lo que ocurre en España, los medios de comunicación meridionales apoyan la tauromaquia independientemente de cualquier consideración ideológica. En la España actual, el hecho de que los partidos de derechas favorecen con más facilidad la fiesta de los toros que los de izquierdas, tiene que ver con los enfrentamientos entre posturas nacionalistas y planteamiento centralista.
[31] La fiesta de los toros transmite valores universales, no los de la España negra
Para algunos espíritus más cultivados que los anteriores, la fiesta de los toros no está asociada al franquismo sino, más generalmente, a la “leyenda negra de España”, en la que se encuentra – totum revolutum — la expulsión de los judíos, la Inquisición, la exterminación de los indios americanos, el oscurantismo, etc. Algunos hispanistas han mostrado cómo esa leyenda, montada pieza a pieza, ha podido contribuir a una cierta “culpabilización” de las élites españolas. Ésta es una de las fuentes del sentimiento antitaurino de algunos intelectuales contemporáneos, que asocian las corridas de toros con la representación que tienen de la imagen que los extranjeros se hacen de su país y de su cultura. Por eso quieren romper con esa representación que estiman trasnochada, folclórica y sobre todo nefasta. De otro lado, la fiesta de los toros no puede ser separada de su marco histórico y geográfico. Marco que es al mismo tiempo más estrecho (ya hemos escrito que está ligada a la modernidad, argumento [29]) y más ancho que la supuesta “España negra”. Su raíz es fundamentalmente la de las culturas mediterráneas. Entre los orígenes lejanos de la tauromaquia moderna, se citan los grandes mitos de la antigüedad (la leyenda de Hércules o el mítico triunfo de Teseo) y la religión romana del dios taurino Mitra. Como todas las grandes creaciones culturales donde se mezclan elementos populares y cultos, el arte taurino está al mismo tiempo ligado a una civilización particular y expresa valores universales: la fiesta, el juego, el valor, el sacrificio, la belleza, la grandeza… De esta manera la tragedia griega depende de su lugar de nacimiento, la Atenas clásica, y al mismo tiempo vehicula emociones y pensamientos en los que todos los seres humanos pueden reconocerse, independientemente de la época: la fatalidad, la pasión que corroe, las coincidencias funestas, los conflictos del deseo y de la sociedad… Sería tan absurdo reducir la fiesta de los toros a la “España (llamada) negra” como reducir la tragedia griega al antiguo esclavismo. La moderna corrida de toros ha conquistado el mundo a pesar de haber nacido en algunas regiones de España (Andalucía, Castilla o Navarra). Y todas las poblaciones que adoptaron este ritual y sus valores los integraron en sus culturas y sus tradiciones particulares porque reconocieron en ellos una parte de su propia humanidad. Así ha pasado con el pueblo vasco, catalán, valenciano, extremeño, gallego, portugués, y con los de la Provence, del Languedoc, de la Aquitaine, y por supuesto las poblaciones mexicanas, colombianas, ecuatorianas, venezolanas, peruanas, que mantienen viva la fiesta, incluso cuando algunos quieran renegar de esta parte de ellos mismos por razones políticas. ¿Alguien hablaba de “España Negra”?
[32] La tradición ha forjado una cultura taurina
Algunos defensores de las corridas lo hacen arguyendo que debe su legitimidad a la tradición. Y ante eso los antitaurinos lo tienen fácil para responder que la tradición no es un argumento y que la mayor parte de los grandes progresos de la civilización se han hecho contra costumbres bien arraigadas, y por tanto supuestamente legitimadas por la tradición. Enumeran con razón la esclavitud, la sumisión de las mujeres, la pena de muerte, etc. No es menos cierto que hoy continúan existiendo tradiciones absolutamente detestables como el suicidio de las viudas en India o la ablación de niñas y jóvenes de acuerdo con determinados ritos religiosos. Sin embargo, en Francia una prudente ley (la del 24 de abril de 1951, transcrita también como uno de los supuestos del artículo 521.1 del Código Penal) declara las corridas de toros lícitas “cuando existe una tradición local ininterrumpida”. ¿Quiere esto decir que la tradición es el motivo de la licitud? De ninguna manera. Lo único que hace la ley es definir su extensión. El matiz es importante. Las corridas de toros son autorizadas no porque hay tradición, sino allí donde hay. La tradición tiene como efecto forjar una cultura local y una determinada sensibilidad. Es justamente esto lo que confirma una sentencia de la Cour d’Appel d’Agen del 10 de enero de 1996: “la tradición local es una tradición que existe en un entorno demográfico determinado, por una cultura común, las mismas costumbres, las mismas aspiraciones y afinidades…una misma manera de sentir las cosas y entusiasmarse por ellas, el mismo sistema de representaciones colectivas, las mismas mentalidades”. Éstos son los frutos de la cultura taurina, allí donde existe tradición. Coexistir con discursos taurinos, vivir próximo a los toros, relacionarse desde niño con este magnífico y fiero animal, y tener admiración hacia el toro y su bravura, son elementos que han forjado la sensibilidad necesaria para la percepción de este singular espectáculo. De esta forma, lo que sería visto como un acto de crueldad en Londres, Boston, Estocolmo o Estrasburgo se comprende, se vive y se entiende en Dax, Béziers, Bilbao, Barcelona, Málaga o Madrid como un acto de respeto inseparable de una identidad.
[33] Fiesta de los toros y defensa de la diversidad cultural
La fiesta de los toros es efectivamente inseparable de las identidades que ha forjado y éstas recíprocamente se han construido gracias a ella. No es posible imaginar las ferias de Nîmes o de Vic-Fezensac, de Pamplona o de Valencia, de Jerez en Andalucía o de Céret en Catalunya francesa, sin el toro en la plaza, ni en las calles, ni en los carteles, ni en las exposiciones, ni en las librerías, ni en toda la fiesta, etc. En una época en la que se defiende la diversidad cultural, en la que se pretende resistir a la mundialización de la cultura, en la que se lucha contra la uniformización de los valores y de las costumbres, en la que se denuncia la omnipotencia de la dominante y avasalladora civilización anglosajona… ¿no hay que defender las identidades culturales locales, regionales, minoritarias? ¿No hay que defender, ahora más que nunca, los “pueblos del toro”?
[34] Unidad de cultura, diversidad de interpretaciones
Como toda gran creación humana, la fiesta de los toros expresa valores universales (ver argumento [31]). Como toda cultura popular, es inseparable de la identidad de los pueblos que la han inventado o adoptado (ver argumentos [32] y [33]). Pero como toda cultura que es a la vez local y universal, la fiesta de los toros se vive, se siente, se expresa diferentemente según las ciudades, regiones o países que la han hecho suya. Lo destacable es que la misma fiesta de los toros, que se desarrolla en la actualidad exactamente de la misma manera en Sevilla, México, Pamplona, Madrid, Bayona, Arles o Cali, no es, de ningún modo, interpretada de la misma manera en esas diferentes ciudades. En ocasiones se vive como una desinhibida fiesta dionisíaca, en otras como una ceremonia apolínea, en algunos casos como un ritual receloso y circunspecto. La lidia a veces es vista como un juego de quiebros y fintas, a veces como un arte plástico, a veces como una tragedia al anochecer. Las faenas a veces son sentidas como la expresión de la animalidad salvaje y otras veces como la de la humanidad más educada. Todas estas interpretaciones de la fiesta de los toros, y muchas más, son posibles, dependiendo de la idiosincrasia de cada pueblo, y hasta de cada persona. Basta con examinar los dos extremos geográficos de España, el País Vasco y Andalucía, para comprender como cada uno de ellos traduce en su propia sensibilidad la universal fiesta de los toros (de la misma manera que se representa hoy a Sófocles en japonés o en alemán). En el Norte de España, les gustan los toros duros y fuertes y los toreros guerreros que aceptan sus desafíos. En esos ruedos se admira la audacia, la dominación y la demostración del poder. La corrida de toros es vista como un rito festivo y como un arte marcial. Sin embargo, en el Sur, prefieren los toreros artistas y los toros que se prestan a ese juego. En esos ruedos se admira la elegancia, la gracia profunda y la armonía sensual. La corrida de toros es una de las bellas artes, algo entre la tragedia y la escultura. En Francia, sólo el Sur es taurino y el contraste está entre el Oeste y el Este.
Cada pueblo dispone de multitud de maneras para adaptar y traducir a su propio vocabulario cultural el mensaje universal de la fiesta de los toros.
[35] La cultura taurina y la “alta cultura”
Todo lo expuesto inscribe la fiesta de los toros dentro de las grandes manifestaciones de la cultura popular (argumentos [29] a [34]). Con la variedad innumerable de tauromaquias que los pueblos taurinos han inventado, en su territorio, ocurre lo mismo. Pero lo que le diferencia a la fiesta de los toros de una simple manifestación folclórica es haber sido adoptada y convertida en objeto de reflexión de la cultura “culta”. La universalidad de la fiesta de los toros no es solamente la de los valores que transmite (ver argumento [31]) sino también la de los mundos artísticos y cultos donde ha sido acogida y la de las obras que ha producido en las demás artes. ¿Pintura? Sólo hay que citar los nombres de Francisco de Goya, Eugène Delacroix, Gustave Doré, Édouard Manet, Claude Monet, Ignacio Zuloaga, Ramón Casas, Pablo Picasso, André Masson, Salvador Dalí, Joan Miró, Francis Bacon y, en la actualidad, los de Soulages, Alechinsky, Botero, Arroyo, Chambás, Barceló, Combas, entre otros muchos… Refiriéndonos a escritores, podemos mencionar a Luis de Góngora, Nicolás Fernandez de Moratín, Prosper Mérimée, Théophile Gauthier, Gertrude Stein, Manuel Machado, Jean Cocteau, José Bergamín, Henry de Montherlant, George Bataille, Federico García Lorca, Ernest Hemingway, Michel Leiris, Miguel Hernández, Camilo José Cela…; y hoy, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Florence Delay, etc. A esta lista habría que añadir la poesía de Fernando Villalón, de Gerardo Diego, de Rafael Alberti, de René Char, de Yves Charnet, entre otros muchos. Sin olvidar las músicas de George Bizet, de Isaac Albéniz, de Joaquín Turina, las esculturas de Benlliure, y, en las artes del siglo XX, dentro de la fotografía, la obra de Lucien Clergue, en el jazz las composiciones de John Coltrane y de Eric Dolphy, en el ámbito de la alta costura las creaciones de Christian Lacroix y de Jean-Paul Gaultier, y en el cine las películas de Henry King, de Rouben Mamoulian, de Sergei M. Eisenstein, de Abel Gance, de Budd Boetticher, de Luis Buñuel, de Pedro Almodóvar, etc. ¿Cómo explicar que una tradición tan particular, y aparentemente tan limitada histórica y geográficamente, haya podido inspirar las obras de artistas pertenecientes a modos de expresión, nacionalidades, horizontes y estilos tan diversos, si no fuera porque la fiesta de los toros encierra en sí misma tantos tesoros de expresión artística (ver argumentos [39] a [43]) y tantos valores humanistas (ver argumentos [36] a [38])? La corrida y los valores humanistas Se ha dicho ya lo que la fiesta de los toros no es (argumentos [1] a [28]). Se ha dicho también lo que es exteriormente, en la cultura o la historia (argumentos [29] a [35]). Todavía no hemos analizado lo que es, en sí misma: los valores éticos y estéticos de los que es portadora y el singular placer que suscita. Todavía no hemos confesado porque podemos amarla. Hemos descrito que la emoción más grande que se siente en una plaza es la admiración por la bravura del toro y por el valor del torero (ver argumento [27]). Pero no se trata solamente de admirar a uno o y a otro. Se trata de comprender y sentir lo que significan sus actos. Es uno de los componentes del placer taurino y una de las razones esenciales del valor humanista de la fiesta de los toros.
[36] Comprender la animalidad
Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de compañía, “humanizados” por nuestra permanente convivencia con ellos. En el ruedo, vemos al animal, en toda su naturalidad, o, mejor dicho, a un animal singular, y aprendemos a comprenderle y a pensar con él. Ese es uno de los esenciales placeres del aficionado. Es también la primera sorpresa del profano cuando escucha los comentarios de los iniciados. Hablan del toro, de su tipo, de su comportamiento e intentan descifrar su carácter singular, anticipar sus acciones y comprender sus reacciones: “¿Por qué acomete aquí y no allí? ¿Por qué a determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en este terreno y no en aquél? ¿Por qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se percatará de la presencia del hombre tras el engaño?”. Aprender a ver los toros en general y a comprender un toro en particular es una fuente de educación de “etología” para los niños. Finalmente, es la condición indispensable para apreciar el trabajo del torero: ver lo que él comprende, apreciar cómo se adapta a su adversario, juzgar si le entiende o no y admirar que le haya entendido mejor que nosotros. ¡Estamos lejísimos de gozos perversos!
[37] Admirar las virtudes intelectuales del torero
Torear no es sólo atreverse a ponerse delante de un animal que podría (y “querría”) matar. Torear es demostrar una forma muy peculiar de inteligencia (los griegos habrían dicho “astucia”). Consiste en presentar el propio cuerpo a una fiera peligrosa de forma que lo pueda coger, desviando su acometida con un engaño de trapo. Una finta hecha de audacia y astucia. Torear consiste sobre todo en enlazar una serie de quiebros que necesitan un conocimiento del toro, una penetración intuitiva de sus acciones y sus reacciones, una inteligencia estratégica de la lidia adaptada a cada toro y un sentido táctico de los gestos necesarios en cada fase de la lidia. La finalidad de todos esos actos, que culminan con la muerte, gesto de suprema maestría, es la dominación del hombre sobre el animal: se trata de forzar al toro a actuar contra su propia naturaleza, es decir obligarlo a acometer dónde, cuándo y cómo el hombre ha decidido, cumpliendo con la gratuidad del juego y la seducción del engaño. De todo ello resulta una faena que viene a ser como una acción domesticadora concentrada en unos pocos minutos.
No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero. Y la fiesta de los toros no tendría sentido sin esas virtudes de la inteligencia humana que ganan a las fuerzas de la naturaleza. Esta es la lección constante y universal de todo humanismo.
[38] Admirar las virtudes morales del torero
Torear no es sólo arriesgar su cuerpo o ejercer su inteligencia. Es también demostrar virtudes morales que se deducen del acto taurómaco. Es ilustrar cinco o seis grandes virtudes intemporales. El toreo no es solamente una técnica, ni un arte, sino también una suerte de “arte de vivir” que requiere que se actúe siempre respetando algunos de los grandes principios morales. Para ser torero, o mejor, para merecer ese título: - Hay que combatir a un animal naturalmente peligroso, lo que exige valor y sangre fría - Hay que afrontarlo en público, sin perderle la cara, lo que exige caballerosidad y dignidad - Hay que dominarlo, lo que exige antes que nada, el dominio de sí mismo, del cuerpo, de las reacciones instintivas y de las emociones incontroladas - Hay que matar, también, a ese adversario, lo que sólo se justifica si, para hacerlo, se pone la propia vida en juego (ver argumento [3]): esto supone lealtad para con el adversario y total sinceridad en relación con su propio compromiso físico y moral - Finalmente hay que saber ser solidario con los compañeros ante el peligro, lo que exige, una vez más, sacrificio de su propia persona, aún a riesgo de su vida ¿No es el Torero con mayúsculas un auténtico ejemplo de lo que querríamos poder hacer y un verdadero modelo de lo que nos gustaría poder ser?
[39] Diversidad cultural e imperativos universales de la humanidad
Hemos expuesto cómo defender la fiesta de los toros era resistir a la globalización (ver argumento [33]). Pero defender la diversidad cultural no significa defender cualquier práctica cultural. No todas son obligatoriamente “buenas” o defendibles. Algunas chocan con prohibiciones o tabús absolutos. Son aquellas que transgreden lo que puede ser resumido en la idea de “derechos humanos”. Condenar a la esclavitud a un hombre o una mujer; no reconocer a una persona como tal; tratar a un ser humano como un medio para satisfacer cualquier necesidad; rechazar los principios de reciprocidad y justicia; violar los principios de libertad, igualdad y dignidad de los seres humanos… son acciones que nada tienen que ver con la diversidad cultural ni tampoco con la placentera relatividad de las costumbres. Son pura y simplemente barbarie. Por definición, estos principios universales no pueden aplicarse a los animales, ya que suponen el reconocimiento del otro como un igual, es decir imponen la reciprocidad sin la cual no habría justicia. Si el hombre hubiera tenido, o tuviera, que aplicar a los animales los principios que debe aplicar al hombre, no habría habido domesticación, ni ganadería, ni agricultura, ni, en definitiva, civilización propiamente humana. Esto no significa que podamos hacer lo que queramos con los animales, ni que no tengamos deberes hacia ellos (ver argumento [24]). Significa que no podemos confundir esos deberes con los que tenemos hacia los hombres, ni los principios del humanismo con los del animalismo.
El animalismo no es una extensión de los valores humanistas. Es su negación. La fiesta de los toros es creadora de inestimables valores estéticos Sin embargo, la fiesta de los toros no sería nada si se quedara ahí. Sería sólo defendible pero no admirable. Si tantos artistas han visto en el toreo un arte que podía ser traducido a su forma de expresión, si la fiesta de los toros procura a los que la aman tan incomparables placeres, si hay que preservarla como una fuente de valores estéticos que no debe perderse, es porque el toreo es un arte raro, que entronca posiblemente con el origen mismo del arte: dar forma humana a una materia natural.
[40] La sublime grandeza del espectáculo
Entre en una plaza de toros llena un día clave. Nunca antes ha asistido a una corrida. No está ni a favor ni en contra. Solamente quiere ver. Le horroriza la violencia y no le gusta para nada la sangre. A pesar de todo es posible que la grandeza del espectáculo le conquiste poco a poco. Si es así, déjese arrastrar por sus sensaciones: la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el destello inesperado de los trajes, el poder de la fiera que ataca en todas direcciones, la coreografía tan regulada como imprevisible de las cuadrillas, el capote que gira, el impresionante choque del toro con el caballo de picar (la suerte que más inspiró a Picasso), las banderillas que revolotean, la increíble serenidad del hombre durante el duelo, las audaces y deslumbrantes figuras de su danza con el animal, la muerte en el recogido silencio de la multitud… ¿Ya ha visto usted algo parecido? ¿Ha visto algo que le deje atónito hasta ese punto? ¿Ha visto alguna cosa que pueda así trastornar y hacer naufragar sus sentidos? Este espectáculo incomparable, único, tan potente como singular, esta fiesta total de la grandeza y de la desmesura recibe el nombre de lo sublime. Usted quizás vuelva. O quizás no. Pero seguro que está de acuerdo en afirmar: sólo las corridas de toros pueden procurarnos hoy emociones como éstas.
[41] La creación de lo bello
Todo eso no son más que las primeras sensaciones del profano, que el aficionado sólo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte del toreo consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza. La belleza del toreo es la más clásica: supone elegancia, armonía de movimientos, perfección de formas, equilibrio de volúmenes. El toreo crea formas, obras humanas a partir del caos, es decir la acometida natural de un toro. Inmóvil pone, con un solo gesto, orden donde no había más que desorden y movimiento. Dibuja curvas poéticas donde el animal naturalmente sólo produce líneas rectas (para coger, para matar). Intenta, como los más clásicos pintores, producir el máximo efecto sobre su materia prima (la acometida del toro) con las mínimas causas, es decir en el menor espacio, tiempo y movimiento. Claro que no sólo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero sólo la corrida de toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a morir.
[42] Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad
El arte del toreo es original. Tiene algo de música (armonía de los acontecimientos consonantes), algo de las artes plásticas (equilibrio de líneas y de volúmenes en tensión opuesta), algo de las artes dramáticas (alianza del azar y de la necesidad). El toreo tiene al mismo tiempo algo de clásico y algo de contemporáneo. La mayoría de las artes cultas han abandonado hace tiempo la creación de belleza, valor estético que se juzga desfasado. Desde este punto de vista, el toreo es un arte extremadamente clásico. La mayoría de las artes cultas han abandonado la representación, para transformarse en artes de la actuación única y de la presentación directa (ver el happening, el body-art, el ready-made, la instalación, la intervención, etc). Desde este punto de vista, el toreo es un arte completamente contemporáneo: presentación bruta del cuerpo, de la herida, de la muerte.
El toreo tiene al mismo tiempo algo de las artes cultas y de las artes populares. Da a los profanos las más inmediatas emociones y a los cultos las más refinadas conmociones, que corresponden a las artes más “estéticamente correctas”. Y da a todos, a la par que la tensión permanente debida al riesgo de muerte, el alivio transfigurado debido a la belleza.
[43] Lo trágico
Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte podrá nunca dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el teatro, y sin embargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es a vida y a muerte. Orson Welles dijo: “¡el torero es un actor al que le suceden cosas de verdad!”. La corrida de toros es un drama trágico al que le toca presentar sin ambajes la herida y la muerte. Y decir y afirmar esta verdad: sí, es innegable, morimos. ¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual sólo ama la naturaleza aséptica, y sólo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que afirma amar la juventud siempre que sea eterna?
[44] La fiesta, comunidad espiritual
Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una fiesta. Los festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con la vida cotidiana, es decir de los momentos de conmemoración en los que una comunidad se encuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra, tiene necesidad de fiestas, porque nuestra modernidad es cada vez más individualista, circunscrita al hogar, a lo privado y a lo íntimo. Mientras que la fiesta es la calle, lo de afuera, lo público. Quizás es por eso por lo que las corridas de toros dominicales han ido siendo paulatinamente reemplazadas por las ferias. No hay corrida de toros sin fiesta, pero para los pueblos taurinos no hay fiesta posible sin toros. Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la comunidad que el mismo ruedo, redondo, circular, donde todo el mundo ve todo, donde todo es visto desde todos los lados y donde, sobre todo, toda la comunidad se ve a sí misma, comulgando de un mismo espectáculo, de una misma ceremonia, y siguiendo un mismo ritmo de olés, con el sentimiento de vivir juntos un acontecimiento único?
Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las ciudades taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la misma fiesta en las bodegas de Mont-de-Marsan que en el “Real de la feria” de Sevilla, que no se canta igual en las Fallas de Valencia como se corre en Pamplona, que no se baila igual en Nîmes que en Granada, que sin toros durante el día no se haría, por la noche, fiesta con el mismo ánimo. Porque lo que hemos vivido durante el día, todos juntos, es el triunfo de la vida sobre la muerte. Los peligros del animalismo
Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos intentado decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y los valores de los que son portadoras. En este momento, hay que intentar esbozar las razones que convierten en peligroso el movimiento antitaurino. En sí mismo sólo lo es para la fiesta de los toros; pero el movimiento más general del que es su manifestación y los valores que lo inspiran amenazan mucho más allá que a la fiesta de los toros.
Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las corridas de toros se prohíben en los lugares donde hoy existen ¡asunto zanjado! Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los toros ¿qué es lo que amenazará mañana?
[45] Humanismo o animalismo
Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal (argumentos [5] y [23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo (argumento [39]). Ahora bien, la ideología que se extiende y de la que el movimiento antitaurino es portador consiste en poner en el mismo plano animales y hombres: “¿No somos nosotros también animales? ¿No tenemos que tratar a los animales como tratamos a los hombres?”. La intención parece loable: porque ¿no es una manera de extender a los demás seres vivos la compasión, la simpatía, y por tanto, la moralidad que nos liga a los hombres? Mera apariencia. Porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales. ¿Qué quedaría de los valores de justicia, equidad, generosidad y fraternidad? ¿Que sería de los valores de la convivencia, si reducimos la comunidad humana a esa otra, infinitamente más vaga y menos exigente, que nos liga a los animales, sea cual sea la afección que tengamos para con algunos o el respeto que debemos a todos?
[46] ¿Hasta dónde irá la “liberación animal”?
La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las condiciones de cría de algunos animales destinados al consumo humano (especialmente cerdos, terneras y pollos) considerándolos puras mercancías. La toma de conciencia de ese fenómeno ha acabado por conmover de manera perfectamente legítima a las poblaciones occidentales, las cuales – por otra parte- no tienen una idea clara del precio que tendrían que pagar por un eventual retorno a una cría más extensiva o más respetuosa con las condiciones de vida de las bestias.
A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización ha hecho perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto con la naturaleza salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra las especies dañinas (pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las ratas transmisoras de la peste) e ignoran la que continúan librando otros hombres en otros lugares (las langostas que destrozan las cosechas africanas, o incluso los perros asilvestrados que infestan multitud de ciudades del tercer mundo). El animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental contemporáneo, lo que era en el imaginario clásico: de bestia terrorífica o animal de labor a víctima o mascota. De ahí la elaboración del mito por la civilización industrial: el de una “naturaleza” pacificada (paraíso perdido donde los animales son libres) y el del Hombre, con mayúscula, representando el Mal, verdugo del Animal con mayúscula, víctima inocente. Esto permite poner a todos los animales en el mismo saco: el gato y el ratón, el lobo y la oveja, el perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de compañía. Este fantasma
alimenta los ideales de la “liberación animal”.
Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la fiesta de los toros. No es porque sea más “cruel” objetivamente que todas las formas de explotación animal (se sabe perfectamente que no), ni porque contraríe más la naturaleza de los animales que las demás formas conocidas de domesticación (hemos visto que no), sino porque contradice la imagen aséptica y edulcorada que se tiene actualmente del mundo animal (¿una bestia que combate y puede matar? ¡Inimaginable!) y que parece ser la imagen de la relación del Hombre con su Víctima. ¡Y puesto que habría que “liberar” a todas las víctimas, es por lo que se debe comenzar por esos pobres toros de lidia Tocamos de nuevo con lo irracional.
Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán soportar? ¿Habría que “liberar” todos los animales que el hombre ha domesticado desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del animalismo en Estados Unidos? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará esta locura “liberacionista”? Hasta el punto de que, tomando conciencia de que la mayor parte de las variedades, razas y especies animales (como el toro de lidia) sólo deben su supervivencia a la relación con el hombre, y que, una vez “liberadas”, no podrían volver al estado salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos de tomar, como única medida “liberatoria” eficaz, la castración y esterilización de todos los animales domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá animales sometidos a los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador americano Gary Francione, que se atreve a llevar la lógica de la “liberación animal” hasta este punto. ¿Es absurdo? Es, cuanto menos, insensato. Sin embargo es absolutamente coherente. De hecho es el único tipo de medida que se deduce racionalmente del principio mismo de la “liberación animal”, eslogan tan ingenuo como irresponsable.
[47] Peligros de una moral prohibicionista
Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya está. ¿Y entonces? La producción de foiegras ya está prohibida en varios países. El Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su comercialización. ¿Y mañana? ¿Habría primero que “desaconsejar vivamente” el consumo de carne y de pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo solo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana, ¿“desaconsejar” la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la invención por parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde irá la obsesión de nuestro “Bien” y la locura prohibicionista?
[48] Animalismo e imperialismo cultural
Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco taurinamente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia de la catalanidad frente al centralismo español. También sabemos que, simétricamente, algunos aficionados de la Cataluña francesa se reafirman como radicalmente taurinos en nombre de esa misma resistencia de la catalanidad ante el centralismo francés. (En Céret se toca “Els Segadors” himno nacional catalán, antes de la salida del primer toro). También sabemos que todo nacionalismo debe reinventar permanentemente su pasado y construirse un enemigo todopoderoso frente al cual debe presentar su propia “nación” como víctima. En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo, y que sería casi cómico si la corrida de toros no fuera mañana la víctima, es que esta resistencia al supuesto imperialismo más cercano (el español) se hace en nombre de los valores, los principios y las normas del imperialismo cultural más potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural anglosajón y sus principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e incluso religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones culturales,
ideológicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.
El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la estilización enfática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros, están en el fundamento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres están muy alejadas de las tradiciones de los países anglosajones y de las culturas de tradición protestante de las que se alimenta hoy toda la moral animalista. Pretendiendo zafarse de la dominación de un hermano ¿no caen algunos movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo mucho más lejano?
[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están persuadidos de que, como la fiesta de los toros es “arcaica” (argumento [29]), tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los antitaurinos están tan persuadidos que desaparecerá por sí misma ¿por qué se empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias veces prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las esgrimidas en la actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo creyente debe a su vida, o del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a fútiles divertimentos, demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba también la perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la moral pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día. ¿Se sabe – por ejemplo — que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en España por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el “ocupante francés” Joseph Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha adaptado a todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera nada más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero, cuando está amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por ejemplo, la afición es cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]); segundo, hoy es cada vez más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo por la fuerza de la globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que hace que viva uno de los períodos más brillantes de su historia reciente. Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba moribundo, y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido de un folclore caduco, por su compromiso con el “fascismo”; condenado al desuso o a la aniquilación por la música pop, las diversas fusiones y todo lo que aún no se llamaba la “globalización”. Le pasaba lo mismo al fado, en Portugal, ya lo hemos explicado (argumento [30]). Entonces, llegó una nueva generación de cantaores, sinceros y capaces, que quisieron reencontrar las raíces puras de su arte y el flamenco conoció un fenómeno de revival y vivió
una de las más bellas páginas de su historia.
Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas de toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas siguientes fueron en general de una buena condición socio-económica y cultural y estaban animados sólo por la pasión taurina. Ésta no muere fácilmente. Hoy, que vivimos en sociedades cada vez más obsesionadas con la seguridad, se ven más que nunca toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra vez más llevando la contraria a la supuesta lógica de la
historia!
De igual manera, al final de los 70, se creía la feria de Bilbao moribunda, bajo los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la espalda a la “tradición taurina”, juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca. Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola “animalista”, que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores, perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos signos en ese sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante algunas campañas prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez más reafirmada a favor de la diversidad cultural. Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo XIX fueron las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes campañas a favor de la hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de los cocheros y otros usuarios de caballos de tiro hacia el interés económico que podrían obtener de sus viejos jamelgos usados, se verían obligados a tratarlos mejor para sacar partido de la venta de su carne. ¡Hoy esas mismas sociedades luchan por la prohibición de la hipofagia porque sería indigno para un animal ser comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la especie caballar no salga de ésta).
¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de los movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa “raza” y el bienestar de los individuos que se benefician de esas condiciones de cría? Siempre podemos soñar…
[50] Libertad
¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes dubitativas y libres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar de opinión a aquéllos a los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y les rebela? Lo dudamos. Como señala Pedro Cordoba al final de su ya citado libro La Corrida, ningún argumento podrá jamás convencer a aquéllos que imaginan la corrida de toros como la tortura de una bestia inocente. Ni el hecho de que el calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan (argumentos [4], [8] o [18]); ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o [17]); ni que, al querer evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena en realidad a toda la especie (argumento [22]); ni la comparación entre la abyecta y corta vida de las terneras criadas en baterías y la de los toros criados en plena libertad (argumento [23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante la reacción inmediata, espontánea, irracional del que se indigna y grita: “¡No, no, lo rechazo!”. Ante esta reacción pasional lo único que cabe oponer es la frase con que la que comenzamos: sólo hay un argumento contra las corridas de toros y no es un argumento, es el imperio de algunas sensibilidades. A esta cerrazón, los aficionados responden, muchas veces vehementemente, con su propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este diálogo imposible? Nos podríamos quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se quedaran aquí también. Pero es que una de ellas reivindica para sí misma más que la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones; en definitiva una pasión quiere impedir que la otra se satisfaga. Refugiándose la pasión, claro está, tras las “razones”: el derecho de los animales, el respeto de la vida, el escándalo del espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol del político exige conservar la razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por sí misma, será porque ya no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo prudente es dejar a los unos y a los otros su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad.
Conclusión: ¿Quiénes son los bárbaros?
Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No hablaremos de los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos con el menoscabo moral. ¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la animalidad. ¿Qué imagen del animal quedará, para alimentar el imaginario del hombre y la realidad de sus relaciones con su Otro que es el animal, fuera de los caniches enanos del salón? Todas las bestias de labor han sido progresivamente reemplazadas por artilugios, y todas las bestias productoras de carne son progresivamente reemplazadas por “máquinas de fabricar carne” que no nos atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito pagano vamos a conservar en una sociedad que abandona progresivamente todas sus ceremonias? ¿Queremos realmente no tener más elección que el utilitarismo o el fanatismo religioso? ¿Qué unión de artes populares y artes cultas vamos a conservar, cuando — progresivamente — éstas hayan deshecho todos los lazos con aquéllas? ¿Dónde podremos mirar la muerte de frente, transformada por nuestras actuales sociedades en una vergüenza? Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día más.
Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, sólo es barbarie. A lo que sería fácil de responder con el siguiente paralelismo. En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las famosas estatuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de Afganistán y datadas entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a sus ojos no destruían “obras de arte”, solamente ídolos de piedra; y lo hacían por respeto hacia su Dios, el “Único verdadero” que ellos consideraban superior a los seres humanos. Esto no disculpa ese bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero, qué es lo que hay que pensar de esos antitaurinos que, en nombre del (supuesto) bienestar de los animales, a los que no consideran superiores a los seres humanos, pretenden dar muerte a una forma de arte y creación arraigada en la historia e inserta en nuestra modernidad, pero en la que ellos sólo ven arcaicas creencias y ritos? Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que quieren perpetuar este arte o los que pretenden prohibirlo? El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo – sin embargo no más que el que reduce la fiesta de los toros a barbarie. Sólo podemos sacar una lección: siempre seremos bárbaros respecto de alguien.
Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de las personas.
Enviado por el matador Jaime SOLO
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