19 abril 2013

A R R A S T R E L E N T O / ¡ORA PONCIANO!


18 DE ABRIL DEL 2013

  • Por José Caro           

Con cuánto placer el tiempo se dio al perverso placer de pisotear su nombre refundiéndolo en el olvido. Y cuánto tiempo ha pasado para que el afamado personaje, oriundo de Atenco, volviera a figurar en el escenario en el que con iluminación y efectos especiales se destaca su eminencia pues, de acuerdo a la retórica de los anticuarios, en su tiempo fue el “Papa sumo de la tauromaquia mexicana”.

Con toda seguridad que, de acuerdo al incisivo resumen de su vida evocada, el aficionado moderno, aún por ramplona curiosidad, no podrá resistirse a la tentación de ser un espectador cercano de las proezas de aquel que, ahora en remembranza, son dignas de citarse. Y hoy a Ponciano lo ponen ante sus ojos.
De cuna humilde, pero a la vez encumbrado, Ponciano Díaz en su tiempo, poniendo de pedestal las nubes, fue levantado hasta los confines del mismo cielo. Idolatrado por las huestes campesinas, pero atrayendo la atención de toda la sociedad de entonces, llegó también a ser venerado por la aristocracia porfiriana que ya se sentía  volar entre aires parisinos.

Y se dice que, subrayada su tosca personalidad con las tonalidades de la época,  en la cual sobresalían sus mal tallados y rurales bigotes, fueron su habilidad y osadía, rayana en la temeridad sobre un caballo y una reata en la mano, las que lo llevaron del anonimato de un extra, a la cúspide del actor principal. México entero estaba en primera fila para admirarle y vitorearle. Su popularidad fue tal que, se dice, en ocasiones era más aclamado que el mismísimo Porfirio.

Y que luego, habiendo asido sendos garapullos con las manos, montando a pelo -fue el grande innovador de la suerte de banderillas a dos manos como rejoneador- cual maestro como jinete, asombró a las multitudes que, en el paroxismo de la agitación y efervescencia, inflamados los aires de mexicanidad, y enfrentándolo a los toreros gachupines, melodramáticamente, dándole credenciales de embajador, lo envió a la “madre patria” como el más genuino representante de la nacionalidad azteca.  

Se dice también que, a pesar de haber vulgarizado Ponciano Díaz Salinas las suertes que la torería española afinaba con pulimentos de ortodoxia –se narra que el capote en sus manos parecía costal de harina, que la muleta le servía para espantar moscas, y que  el estoque lo utilizaba para dar espadazos a la velocidad de vértigo, lo cual no impedía que asombrara con sus metisaca al grado de entusiasmar el ánimo popular- fue merecedor de la primera alternativa concedida a un mexicano  en Madrid. (Hay quien se atreve a afirmar que tan suntuosa ceremonia fue vista con desdeñosa indiferencia por la elite ibérica del toreo).

En consecuencia, tal histrionismo “campirano” generó un tumultuoso movimiento en las galerías –plazas de toros- de todo México y algunas de España.  Lo cierto es que queda claro que para entender el fenómeno “poncianista” hay que remitirse a su época y sus circunstancias.

¿Ponciano, al margen de sus habilidades toreras –que toreaba cuerpo limpio sin el pánico de la huída con asombrosa facilidad- pasa a la Historia como un asunto de estadística, o lo hace como un personaje de carácter pintoresco?

Finalmente, y en el momentáneo  rescate de su Historia, Ponciano vuelve a ser pasto de todas las conversaciones, y su nombre no se caerá de las bocas de los taurinos de Aguascalientes que, en tanto unos se preguntan quién fue aquel, otros poco o nada saben de él.

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