18
DE ABRIL DEL 2013
- Por José Caro
Con
cuánto placer el tiempo se dio al perverso placer de pisotear su nombre
refundiéndolo en el olvido. Y cuánto tiempo ha pasado para que el afamado
personaje, oriundo de Atenco, volviera a figurar en el escenario en el que con
iluminación y efectos especiales se destaca su eminencia pues, de acuerdo a la
retórica de los anticuarios, en su tiempo fue el “Papa sumo de la tauromaquia
mexicana”.
Con
toda seguridad que, de acuerdo al incisivo resumen de su vida evocada, el
aficionado moderno, aún por ramplona curiosidad, no podrá resistirse a la
tentación de ser un espectador cercano de las proezas de aquel que, ahora en
remembranza, son dignas de citarse. Y hoy a Ponciano lo ponen ante sus ojos.
De
cuna humilde, pero a la vez encumbrado, Ponciano Díaz en su tiempo, poniendo de
pedestal las nubes, fue levantado hasta los confines del mismo cielo. Idolatrado
por las huestes campesinas, pero atrayendo la atención de toda la sociedad de
entonces, llegó también a ser venerado por la aristocracia porfiriana que ya se
sentía volar entre aires parisinos.
Y
se dice que, subrayada su tosca personalidad con las tonalidades de la época, en la cual sobresalían sus mal tallados y
rurales bigotes, fueron su habilidad y osadía, rayana en la temeridad sobre un
caballo y una reata en la mano, las que lo llevaron del anonimato de un extra,
a la cúspide del actor principal. México entero estaba en primera fila para
admirarle y vitorearle. Su popularidad fue tal que, se dice, en ocasiones era
más aclamado que el mismísimo Porfirio.
Y
que luego, habiendo asido sendos garapullos con las manos, montando a pelo -fue
el grande innovador de la suerte de banderillas a dos manos como rejoneador-
cual maestro como jinete, asombró a las multitudes que, en el paroxismo de la
agitación y efervescencia, inflamados los aires de mexicanidad, y enfrentándolo
a los toreros gachupines, melodramáticamente, dándole credenciales de
embajador, lo envió a la “madre patria” como el más genuino representante de la
nacionalidad azteca.
Se
dice también que, a pesar de haber vulgarizado Ponciano Díaz Salinas las
suertes que la torería española afinaba con pulimentos de ortodoxia –se narra
que el capote en sus manos parecía costal de harina, que la muleta le servía
para espantar moscas, y que el estoque
lo utilizaba para dar espadazos a la velocidad de vértigo, lo cual no impedía
que asombrara con sus metisaca al grado de entusiasmar el ánimo popular- fue
merecedor de la primera alternativa concedida a un mexicano en Madrid. (Hay quien se atreve a afirmar que
tan suntuosa ceremonia fue vista con desdeñosa indiferencia por la elite
ibérica del toreo).
En
consecuencia, tal histrionismo “campirano” generó un tumultuoso movimiento en
las galerías –plazas de toros- de todo México y algunas de España. Lo cierto es que queda claro que para entender
el fenómeno “poncianista” hay que remitirse a su época y sus circunstancias.
¿Ponciano,
al margen de sus habilidades toreras –que toreaba cuerpo limpio sin el pánico
de la huída con asombrosa facilidad- pasa a la Historia como un asunto de
estadística, o lo hace como un personaje de carácter pintoresco?
Finalmente,
y en el momentáneo rescate de su
Historia, Ponciano vuelve a ser pasto de todas las conversaciones, y su nombre
no se caerá de las bocas de los taurinos de Aguascalientes que, en tanto unos
se preguntan quién fue aquel, otros poco o nada saben de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios a esta entrada