sábado, 07 de agosto de 2010
- Por Rafael LORET DE MOLA
Hace poco más de siete lustros, en mayo de 1975, tuve una ocasión única en plena Feria de San Isidro, en Madrid. El ominoso “caudillo” Franco fenecía, sin remedio, en su Palacio del Pardo y, como consecuencia, el demencial palco de honor de la Monumental de Las Ventas permanecía vacío en espera acaso de la vindicación monárquica señalada, ordenada más bien, por el propio dictador de la posguerra. En ese ámbito, por la puerta de acceso al tendido ocho, por donde también había entrado yo listo a atestiguar el rito taurino a plenitud, apareció el genio de Figueras, Salvador Dalí, con su quijada elevada y sus ojos entrecerrados, como si también fuera posible partir plaza desde el tendido. Le vi desfilar entre el público como si escuchara la “Marcha Triunfal de Aída”, devorando el entorno. Y, sin poder contenerme, descendí hasta su lugar. Le hablé, sin pretensiones, y le dije con el orgullo que siempre me acompaña por cuanto a mi origen:
-Soy mexicano, maestro. Y gran admirador suyo.
Como respuesta, el inmortal pintor me ofreció un sitio junto al suyo:
--Me has caído bien, chaval. Y tendrás el honor de presenciar una corrida al lado del Divino Dalí –me dijo, sin sonrojarse-. Mi mujer no ha podido acompañarme y ha dejado libre su localidad. ¡Suerte la tuya!
Dialogamos poco durante el festejo. El artista, absorto, apenas perdió detalle. Recuerdo que sentenció tras un lucido tercio de capa:
--¡Esto es magnífico! Una fuente permanente de inspiración. Es la naturaleza sublimada, por el instinto del toro, y la creatividad del hombre para superar los desafíos. Una lección existencial. ¡Qué belleza de colores!¡Cuánta riqueza visual!
Y bien sabía cuanto expresaba, lo mismo en la exaltación frenética del aficionado que al plasmar en los lienzos el instante pleno para inmortalizarlo. Por eso, sin duda, la fiesta de los toros ha convocado, a través de su historia, a todas las bellas artes: la pintura, la escultura, la música y con ella la ópera, el ballet y la coreografía interminable de la vida misma y, por supuesto, la literatura. No puede ser casual ni accidental sino espejo de la amalgama trascendente y vital del toreo. Sólo los tuertos, y cuantos combaten cuanto consideran que no les es propio –arraigado vicio de los invasores en cada episodio de la historia y más ahora al calor de una globalización armada al gusto de los anglosajones vencedores-, pueden negar esta irrefutable evidencia.
Dalí, catalán sin ataduras regionalistas, como todos los verdaderamente grandes, sublime en expresiones, pudo por ello concebir la universalidad del arte sobre las fútiles barreras de los inquisidores de todos los tiempos, dispuestos siempre a mantener la oscuridad acaso para evitar que los hombres comunes anhelen equipararse a los dioses a través del legado eterno; utopía, impregnada de paganismo, que alimenta el sueño de trascender sobre la muerte.
¿Qué habría pensado el genio de cuantos, catalanes como él aunque empequeñecidos, enfermos, por la xenofobia y el chovinismo –esto es por la exaltación desmesurada de sus propios valores, importantes sin duda, y la degradación paulatina de cuanto los hermana con España, por ejemplo-, ejercieron la falsa democracia para prohibir en el Parlamento, con diferencia de unos cuantos votos, las corridas de toros?
El golpe no fue, como han pretendido los animalistas esclavos de sus mascotas e inadaptados ante sus congéneres, contra el espectáculo más ecológico del mundo, la fiesta de toros, sino para sepultar las huellas de lo hispánico como si tales pudieran desaparecer por decreto. Y la prueba de ello fue que, a despecho de la barbarie, los pobres catalanes de mentes atrofiadas por los rencores exaltados, no cancelaron los festejos llamados “correbours”, de fuerte raigambre regional, en los que se masacra a las reses, literalmente, atenaceándolas con alevosía y sin posibilidad alguna de defensa e incendiándoles los pitones para enloquecerlas. Tales “tradiciones” proseguirán... no así las corridas de toros en donde los bravos astados subliman sus instintos, genéticamente protegidos, en plenitud de facultades y tras una crianza esmerada, como la de ningún otro animal sobre la tierra, convertidos en verdaderos reyes de la dehesa.
Escribí en “Si los Toros no Dieran Cornadas” –Océano, 2009-:
“Entre todos los seres vivos que el hombre sacrifica para asegurar su propia supervivencia, es el toro de lidia, sin duda alguna, el que tiene la muerte más digna y no sólo eso, también el beneplácito de la inmortalidad. Porque en el ruedo su instinto se sublima y combate; no es destazado en la sordidez de los mataderos y cotos de caza. Y ésta es, en sí, la más noble de las condiciones.”
Este argumento no ha sido refutado por los pretendidos ecologistas que niegan la magnífica amalgama de la naturaleza con la creatividad humana. Para ellos, como para los soberbios catalanes del Parlamento, sólo existe una lectura pontifical: la que exalta la barbarie como eje conductor de la tauromaquia, esto es como si la muerte no fuera parte de la vida y se reflejara así en los redondeles de fuego, para justificar su antihispanismo, el verdadero meollo de la cuestión. Y al proceder así, a punta de prohibiciones antidemocráticas, son tan bárbaros como aquellos que dispusieron construir una catedral católica bajo el enjambre de arcos mozárabes de la Mezquita en la andaluza Córdoba.
Mirador
En Cataluña, al prohibirse el libre albedrío para determinar si la fiesta de los toros es la más culta del mundo como sentenció Federico García Lorca, se asesinó a la cultura y también a la historia. Y de la democracia, anulada cuando es afectada por los sectarismos que radicalizan y no alientan el espíritu universalista, mejor ni siquiera hablamos. Bastó un festín de odios acendrados, disfrazados con poses intelectuales insostenibles -¿quién tiene derecho a graduar la barbarie para prohibir lo que no le gusta y tolerar cuanto considera propio aun cuando sea mucho más violento?-, para negar, incluso satanizar, a los vanguardistas de otros tiempos, a los genios como Dalí y el malagueño Picasso, en la Barcelona que se pretende moderna.
Mientras tanto, la capital de Cataluña incorporará a sus afanes singulares, por derecho propio, el reconocimiento de ser la segunda capital del movimiento lésbico-gay, caracterizado por poner cercos a los heterosexuales con el baladí argumento de que así compensan la represión pasada. Sólo le aventaja Ámsterdam, con sus lúdicas vitrinas en las que se exalta al sexo por encima de cualquier otra expresión humana, con su inalterable propuesta libertina. A mí me importa un bledo si alguien profesa el placer desde distintas ópticas, pero no puedo aplaudir, enfebrecido, los excesos que caricaturizan la homosexualidad, aireando incluso pendones propios para instalarlos sobre los catafalcos de los nuevos iconos, si para ello los demás somos afrentados, reducidos, impotentes, ante la exacerbación de vicios y promiscuidades. El respeto, en todo caso, debe ser parejo. ¿O no es así como se concibe la convivencia en libertad?
Allá, en la misma Barcelona, el jovenzuelo xenófobo que pateó, a bordo de un vagón del Metro a una chica peruana porque la observó morena y con perfiles amerindios, apenas fue recriminado y exhibido. Fue abrigado por la impunidad por la cual se protege a los predadores y se conmina a las víctimas a resignarse, para comenzar así a asimilar las reincidencias. El vanguardismo de hoy, al parecer, poco tiene que ver con el humanismo y mucho con el animalismo enfebrecido. ¿Vamos atando cabos?
Pero, eso sí, los festejos taurinos son señalados, difamados, prohibidos por la ignorancia y la hipocresía. ¿Es esta postura una expresión de vanguardismo o la exaltación burda de los odios ancestrales?
El Reto
No iré más a Barcelona mientras sea reflejo del regreso a los autoritarismos obcecados. Franco prohibió a los menores de catorce años el acceso a las (en el artículo falta algo) para pararse el cuello con sus pares anglosajones tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En la misma línea, Cataluña condena la larga epopeya taurina que prohíja, además, a una especie única, la del toro de lidia. Y todo para extender los juicios viscerales.
Es necesario asentarlo. Porque la prohibición es trascendente por absurda y lesiva de la libertad. Dentro de poco, los mismos exaltados exigirán que nadie consuma más carne y seamos todos vegetarianos para honrar así a la fauna intocable. Es decir, alterando los ciclos vitales para exaltar las visiones arcaicas. ¿Consumirán los radicales catalanes las patas de jamón serrano a sabiendas de cómo se mata a los cerdos en los rastros oscuros?¿Y los devoradores de langostas harán lo propio para protestar contra los chefs que las arrojan, vivas, a los calderos hirvientes para solaz de los paladares “gourmets”?
Pobrecitos. Que sigan aireando sus tonterías cuantos, felices, sonrieron al ver a Puyol, el del “Barsa”, besando la “seniera” catalana y despreciando el lábaro hispano tras la conquista del Mundial de fútbol. Este es el mejor espejo de la España rota de nuestros días incapaz siquiera de encontrar letra para la Marcha Real convertida en himno. Los catalanes también protestaron porque los versos escogidos para el canto fervoroso de la patria hablaban de la nación española.
Los odios perviven en los pueblos que no pueden, ni saben ni quieren razonar.
Por las Alcobas
Me encantaría poder entrevistar a un toro de lidia. Colocado al nivel de mujeres y hombres por los animalistas, cabría buscar esta posibilidad. Y le preguntaría.
-¿Qué prefieres? ¿Morir, que tal es tu destino, en una plaza de toros, exaltando tu bravura, o en la ominosa sordidez de un rastro, vejado por las puñaladas que se asestan con alevosa ventaja?
Puedo suponer la respuesta, por encima de la cursilería barata de quienes se alegan protectores de los animales sin siquiera pensar un poco en el origen y el destino de las especies. A lo mejor quisieran ladrar y no hablar, mugir y no razonar, para sentirse falsamente “sanos”, degradándose en la escala zootécnica. Y hay más, mucho más.
E-Mail: rafloret@hotmail.com
enviado por Miguel Ángel de la Garza
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