02 enero 2012

LAS CHARLAS con EL BARDO DE LA TAURINA



CONCHITA CINTRÓN
 LA LETRA Y LA SANGRE

La amistad la admiración y el respeto que le profesa el Bardo de la Taurina al maestro Rafael Cardona, hoy se ve prodigada al ser obsequiado con las excelsas letras que el premio Nacional de Periodismo dedicara a la inolvidable Conchita Cintrón y que al limón con el maestro Cardona obsequiamos a todos nuestros lectores, en este año nuevo 2012. 

No son todas estas líneas un homenaje al viejo método castellano de meter el alfabeto y por tanto la lectura y el conocimiento a fuerza de reglazos en los dedos, castigos y mojicones.
No es de ninguna manera un elogio de la metodología del rigor, sino una doble sinécdoque pues no hallo para la cultura taurina, cuya máxima expresión es la fiesta a la usanza española nada mejor sino la palabra sangre, como tampoco encuentro para los afanes literarios nada más allá de la simple letra.
Mujer de letras, mujer de sangre. Quizá eso fue Conchita Cintrón, cuya vida fue una aventura, una fantasía, quizás un sueño, pero seguramente algo irrepetible, como un fresco en movimiento, como la “corbeta” de una jaca, como la embestida de un toro; un lance cadencioso, un párrafo perfecto, una idea, un hijo muerto, un rosario en la tarde, una luz en las flores, un puño de arena entre los dedos.
“--¿O será que he vivido soñando yo toda una vida?, escribió en su libro “Aprendiendo a vivir”.
¿Letras? Las suyas, las de sus libros. ¿Sangre?, la suya también pero además la de los muchos toros muertos por su mano; la de sus amigos muertos por otros toros, la de los caballos heridos, la de los ruedos interminables de las plazas de España y América donde a pie o a lomos vio matar y morir.
Conocí a Conchita de la forma inevitable como los periodistas conocemos todo. Por el trabajo.
En la ciudad de Querétaro hay una plaza de toros llamada Santa María. Año con año, durante el sexenio del gobernador Mariano Palacios, iba de vacaciones y asistía a la corrida de la Constitución, el 5 de febrero, a pesar de ser ese el día del aniversario de la Plaza México.
Años después Palacios fue designado embajador en Portugal. Allá volvió a ver a Conchita. Cuando volvió a México, en una comida me dijo a sabiendas de mi afición:
--¿Sabes quien esta en México?
--No, ¿quién?
--Conchita Cintrón, ¿la conoces?
La verdad yo ni siquiera sabía de ella sino por la parte libresca de mi afición. Conchita se despidió en España. Una tarde en Jaén alternando con Antonio Ordóñez y Manolo Vásquez en 1950. Yo nací en ese año. Sabía de su retiro, de su tristeza por haber sufrido la machista amputación vocacional y había visto una película donde actuaba con Jesús Solórzano. Ni siquiera sabía si estaba viva.
--¿No te gustaría conocerla? me dijo Mariano. Me dio un teléfono y me dijo, llámale mañana, yo le aviso hoy mismo en la noche.
“Ningún torero tiene miedo ya que nadie se pone donde no ve las cosas claras. Donde sí, se pasa mucho miedo, es en el patio de cuadrillas, antes que se abran las puertas, porque no se sabe como va a ser el toro, es el miedo al vacío que decía Ortega y Gasset, al no saber qué pasará, volveré, no volveré. Es un cierre relámpago que sube y baja por el estómago, todo el mundo esta quieto y callado, sólo se oyen los cascabeleos de las mulillas, o la espuela del picador contra el estribo y la voz de algún aficionado bien intencionado deseando suerte y uno apenas puede darle la mano...pero una vez que se abren las puertas ya son nada más que Dios, el toro y el torero”
El teléfono era de Guadalajara. Cuando llamé una voz de edad indefinible me contestó. El sonido metálico no ocultaba la altivez, la costumbre del mando, el temperamento. Era una voz sin edad, como fuera del tiempo. Lo mismo podía estar hablando con una mujer de cuarenta o de setenta años.
--Lo recibo nada más por tratarse de una petición del embajador Palacios. ¿Así, pues, ¿Cuándo quiere venir?
--Cuando usted disponga recibirme, señora.
--Mañana, a las doce del día. ¿Le parece?
--A mi me parece si usted así lo dice. Las condiciones son suyas. El tiempo es mío, respondí.” Colgó.
--¡Vaya! con la “Diosa rubia del toreo”, pensé.
Verla fue una revelación. Era alta, delgada, seca de cuerpo y nervuda a primera vista. Vertical la columna y duros los dedos de las manos. Sin embargo en sus modales había suavidad. Salió por un corredor oscuro y en la penumbra nada más se veía el resplandor de su caballera de plata caliente. Me había advertido de una reciente operación en un párpado. Eso la obligaba a rechazar las fotografías y usar gafas contra la luz.
Las siguientes líneas las escribí casi al bajar del avión, con los recuerdos frescos y fiel a mi costumbre de nunca anotar nada en una entrevista excepto si acaso algunos nombres, cifras o fechas. Lo demás queda valorado por la memoria: lo importante no se olvida y si algo se olvida, no tenía importancia. Esa es enseñanza de Mario Vargas Llosa.
Los cambios a esta primera versión han sido nimios. Quizá alguna reiteración, una cacofonía. Lo demás –“La leyenda indefinible de Conchita Cintrón”--, es exacto a lo vivido y recordado aquella tarde del 27 de noviembre de 1999.
“Por años decenas de hombres suspiraron por ella. Muchos fueron quienes la soñaron; deificaron por su rubia belleza. Otros le propusieron matrimonio o le escribieron poemas llenos de luz y armonía o le dieron dibujos o le bordaron vestidos y le ofrecieron riquezas inmensas y amores fugaces mientras ella, cabalgaba en los ruedos, toreaba; conquistaba su mundo mientras lo iba construyendo a lomos de la fortuna, del valor, de la suerte y con eso indefinible: ese sentimiento y esa conciencia: la aristocracia.
--“¿Aristocracia?, dice. Y casi murmura: con eso se nace…
“En Guadalajara el mediodía llevaba sol, de otoño con un diezmo de brisa. La arboleda del lienzo de los señores Zermeño, en Mezquitán, en medio casi de la ciudad, dejaba caer una sombra fresca, casi líquida. Ella entró con prisa y pausa con botas y anteojos negros. Casi toda encanecida –briznas grises--; la cabellera recogida sobre la espalda altiva. Blusa blanca, un reloj acompañado por varios sartales de piedras opacas, un bolso mediano y perlas en los aretes. Extendió la mano y la sonrisa.
“Al andar –le escribió Gerardo Diego, ese para quien la guitarra era un pozo de música--, desplazabas aureola.”
“Conchita --Consuelo—había dicho horas antes cómo le gustaría la conversación. Había hablado de una reciente operación en su ojo izquierdo –más tarde mostraría una herida en el párpado inferior; una línea carmesí bajo el bello, radiante azul intenso--, y había propuesto encontrarnos en el lienzo de su amigo Ricardo Zermeño de cuya arboleda, sombra líquida y viento ya se sabe.
--“No tiene caso venir de México para ver una señora sentada en un sillón. Yo respeto mucho el trabajo de los demás –le dice al fotoperiodista Aarón Sánchez--, vamos a hacer las fotografías y luego nos sentamos a conversar. “El gozo espiritual de la conversación”, como decía un amigo.
--No me interesa tanto hablar de toros, le digo. ¡Ah! Qué bueno, responde. ¿Entonces? De todo y de nada. Podemos hablar de una mujer llamada Conchita Cintrón; ¿usted sabe de ella, la conoce? Podemos hablar de las cosas de la vida.
--Eso es mucho, ¿no cree usted?
--No, no creo. Ya veremos. Hacemos como usted diga.
Consuelo, como las mujeres cuya vida ha pasado de la anécdota a la leyenda no tiene años. Tiene tiempo. Indefinible como la luz de la cabellera nube; la sonrisa abanico.
Habla precisamente del tiempo y de uno de los hombres que marcaron su vida: su abuelo materno; Verril a al cual ella le decía “Ome”, quien una tarde la vistió de “cowboy” y se interesaba por igual en la organización social de los incas como en la vida de las polillas, aportante con sus ideas a la escuela científica de Sheffield durante los ratos libres que le dejaba la persistente ensoñación de encontrar un galeón español en el fondo del mar.
--Me dio lo mejor que una persona le puede dar a otra: su tiempo…
El abuelo fantástico, sin saber el fulguro significado de ese regalo en el mundo de los toros, le regaló a Conchita el enorme pellejo de una anaconda. La Gran Bicha. ¡Lagarto! Y también le dio una larga colección de proverbios incas.
--¿Conoce alguno? Me pregunta con una maliciosa sonrisa de medio lado. No, le digo. Ninguno.
“El cóndor vuela sobre todas las cosas, pero tiene que bajar para comer.
Otro: Si todos fueran incas, nadie gobernaría.
Y unos más: el sapo vive en el charco, pero no se lo bebe.
Ni el inca hace nudos al viento o puede arar en el mar. Maravilloso. Vamos al “partidero”.
“Conchita lleva un gran paraguas que abre cuando el sol meridiano clava la luz en la arena. Es quizá el mismo usado el 17 de octubre en el Centro Caballar “Los azulejos” cuando Gerardo Trueba le brindó en Atizapán un toro en el homenaje durante el III Campeonato Internacional del Caballo Lusitano.
“En los años 40 cuando parte del mundo se despeñaba en las penumbras de la posguerra, Conchita Cintrón toreaba en América y Europa. Mataba toros, montaba caballos. Había sido una niña excepcional a quien nadie le impidió nunca nada. Piedra de escándalo para muchas o para muchos; envidia de tantas y anhelo de tantos; mujer de la cabeza a los pies, madre, esposa, habitante de esa extraño planeta de los toros de donde alguna vez descienden sus habitantes para condescender con los demás, con quienes no pertenecemos a ese incomprensible universo donde reina un dios a quien se mata cada domingo.
“Chucho de Anda, matador de toros, acompaña a la señora con un cierto aire de orgulloso protector. Asiente a sus palabras y con ella evoca. Me dice Conchita, una vez le pregunté a Manolo Martínez, ¿recuerdas a Jesús? Y el casi siempre silencioso torero le contestó: “¡cómo no me voy a acordar! si una tarde aquel se había él se llevó las orejas y yo nada”. De Anda apenas sonríe tal si reviviera una travesura.
--¿Te acuerdas?
--Sí, me acuerdo
“Con él van dos muchachos. Quieren ser toreros. Uno se llama Oscar Rodríguez y cuando le dicen “El sevillano” se siente orondo y halagado, aun cuando no tenga nada para merecer el gentilicio. Más parece de Jalisco. Los acompaña Roberto José. A él no le dicen sevillano pero también parece de Jalisco. Ninguno llega a los 17 años. Tienen pantalones de mezclilla fatigados, fatigados. Blusa sencilla uno, playera de golfista el otro y –dicen—muchas gamas ambos de echarse al agua a la menor oportunidad. Sueños.
“Pero mientras uno la hace de toro el otro lancea con los brazos bajísimos. Oscar es el novillo gracias a un palo gordo en cuyos extremos hay dos astas huecas. Conchita los guía, los acucia, los orienta. Le dice a Oscar que si hace de toro haga como tal; que embista, que repita los movimientos de un animal y al otro que trate de hacer las cosas como si de veras tuviera enfrente a un bruto.
--¡A ver!, sácalo de las tablas…
“Luego se cambia a la muleta y le ordena que la pliegue, que la ponga en la mano zurda y cite con ella y que cuando tenga al toro en jurisdicción la despliegue frente a los pitones y lo saque completo con un forzado de pecho. Es bellísimo, así lo hacía “Bienvenida”, pero el joven Roberto José no es Bienvenida ni dobla la muleta como se debe, sino mal, entonces ella le dice cómo y cuando llega y toma el trapo se encuentra con una cosa acartonada, dura, inflexible, impropia para abrirla y cerrarla como un enorme pétalo rojo.
--“¿Pero qué es esto?, dice. ¿Cómo se puede hacer algo con una cosa así? ¿Qué no hay una muleta suave? Y la toma y la cierra y dice es el colmo, pero que en España ha visto incluso capotes con varillas como de paraguas, ¡qué es eso!, por favor…
“Y se lamenta de los malos usos en el toreo, de las malas costumbres, de cómo vio llegar a unos jóvenes a ensayar –yo no digo entrenar, me parece cosa como deportiva eso--, vestidos con pantaloncitos cortos como de playa, ¡pero que falta de respeto! Qué feo eso.
--Pueden andar pobres y rotos, pero limpios y dignos.
Habíamos convenido en hablar de cosas diversas; pero nos hemos derivado, hacia cosas taurinas. La he visto trabajar una muleta con experta sencillez. La he escuchado hablar de cómo se deben colocar los toreros en un ruedo, por su antigüedad, por su orden. La he oído decir que ya nada se respeta, que ha visto hasta carretones (así les llama a las carretillas de ensayar) que tienen los cuernos mochos.
--Conchita, cuénteme, dígame, por qué usted es como ha sido. ¿Qué le pasa a este mundo en que ya nada es verdad?
“La señora Cintrón ha retirado sus negros anteojos con medusas doradas. Ha soltado dos navajazos de turquesa con la repentina chispa azul de su mirada y se ha vuelto a cubrir. La luz lastima en esos días del fin de semana.
“Le he preguntado por un mundo distinto al suyo, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde quedó la verdad, dónde el estilo, la clase, la elegancia?
--¿La verdad? ¿Qué es la verdad. Usted lo sabe?
--La verdad es lo que es, lo que está ahí. ¿O no?
--Pues no lo se, se lo pregunto de manera un poco socrática. Después hablaría Conchita de otra verdad: yo acepto la verdad de un cuerpo desnudo siempre y cuando sea de mármol. Y evoca a Eca de Queirós con su manto de fantasía, con su monumento, con su historia.
“Y eso de la verdad de un desnudo cuerpo esculpido me recordó a otra dama peruana. Una tarde me dijo Chabuca Granda: una cosa es la intimidad de una pareja y otra que alguien me pueda abrir la puerta del retrete.
“Y entonces comienza a platicar de aquellos que marcaron su vida, ese universo de nobles y monarcas, de artistas y actores; mundo amplísimo y sangriento de sedas, palacios, castillos, catedrales, quirófanos y sol encendido. Me dice de Ruy da Cámara quien de niño abofeteó al príncipe Manuel, de Portugal y estuvo un año expulsado del Palacio y me habla de la locura –no le dice tal, la llama alienación--, de doña Pía Regina la madre de Carlos I de Portugal asesinado en la plaza de Lisboa junto con su hijo, a quien Ruy da Cámara había preguntado cuando infante:
--¿Y por qué esta usted armado? A lo que respondió con electrizante admonición: “Si alguien quiere matar al rey yo lo mataré a él.” Y así fue.
“En el carruaje donde viajaba doña Amelia, la reina cuyo hijo le cayó cadavérico en el regazo donde llevaba un ramo de flores que después agitaba llenas de sangre como si quisiera alejar a la muerte. Después del regicidio, doña Pía trataba de limpiar la sangre de las flores, sin darse cuenta de que estaba lavando las rosas de las alfombras en el palacio luctuoso.
--“Vea usted, nunca dijo el infante: si alguien quiere matar a mi padre. Dijo, al rey.
Eso me recuerda cuando Juanito (hoy es Don Juan Carlos, rey de España) se encontró con Don Juan de Borbón, el Conde de Barcelona, su padre, a solas. Yo los vi por accidente en la frontera con Portugal en una ganadería. Se fueron acercando paso a paso y cuando Don Juan estuvo cerca le hizo una reverencia formal. Después caminó y lo abrazó. Primero la reverencia, después el saludo al padre.
--¡Qué cosas! ¿Ve usted?
“Hace muchos años en un libro editado por Espasa Calpe vi la fotografía de perfil de un busto esculpido en piedra por Victorio Macho. “Recuerdos” de Conchita Cintrón. El mismo gesto en la barbilla firme. La misma frente despejada, hasta las perlas en los lóbulos de piedra. Recogida la cabellera mineral. La verdad de un cuerpo desnudo de mármol.
“Hemos vuelto al escenario de antes. Regresamos al arbolado espacio. Conchita lleva el hilo conductor que no es una línea sino una fronda. Ha hablado del abuelo, de Ruy da Cámara y ahora recuerda a Juan Belmonte, un hombre excepcional.
--“Pero, ¿sabe? Déjeme decirle algo, algo que debo decir, porque yo digo muchas cosas; ya ve usted que me han dicho que mi epitafio perfecto va a ser: “Hasta que te callaste”, pero quiero repetir que México es para mi un todo maravilloso, sus cielos, sus paisajes o sus hombres. O sus magueyes. México es una parte mía de enorme importancia. Lo que sucede –dice—es que México no es nada más que la maravilla del paisaje o las nubes o los magueyes; no, México es un país de una enorme intensidad emocional.
--“Pero también es de una gran violencia, le digo. En este país, lo sentenció Vasconcelos, el paisaje huele a sangre…
--No lo se. No lo he sentido.
--Siento en usted aversión por los temas políticos. ¿Le disgusta?
--“No es que me disguste, es que yo creo que uno nunca debe hablar de lo que no sabe. Y yo de eso no se. Pero con diplomacia me cuenta después una historia de Belmonte. Al buen entendedor…
--“Le preguntaron por qué ya no iba a los toros. Él, que siempre hablaba como sesgado, como si nada le pasara, dijo: coinciden con la hora de la siesta. Pero un día fue. Le interrogaron por qué y dijo: “El alcalde es mi amigo y me ha invitado. Era de la cuadrilla”.
--“¿Y cómo de la cuadrilla llegó a ser alcalde”, inquirió mordaz un periodista.
--“Decayendo, decayendo… respondió.
--“No hemos tenido ni tiempo de hablar sobre lo de ahora, me dice. Y le respondo que no, que ni caso tiene hablar de algo tan atrozmente aburrido y ella sonríe. Ella, que ha matado toros y los ha visto matar a hombres y caballos –dice en uno de sus libros--, nada más sonríe. Quizá sea en otra ocasión, convenimos. Quizá.
--“Me ha preguntado si existe el triunfo, pero no, lo creo. Quizá sea un instante, un momento, una levedad".
Y me cuenta de una preocupación que hace años la acompaña. Hace tiempo, hace mucho tiempo, cuando ella (no me he ido; me he alejado) estaba en activo.
“Toreaba en un pueblo de Jalisco. Quedó mal, muy mal. Hubo bronca, pero nada le dolió tanto como el reproche educado de un hombre dolido y frustrado que nada más le dijo: “Merecíamos más, Conchita”.
“Y entonces ella compró novillos para el día siguiente y regaló la tarde posterior, Cortó orejas, se reivindicó y por un momento sintió el triunfo en el aroma de la tarde. Pero nunca supo si aquel hombre había ido a la plaza en la segunda ocasión.
--“Hasta la fecha quisiera saberlo.
--“Yo también, Conchita, yo también”.
Días después le envié la entrevista a Lisboa. La acompañé de una carta y tiempo más tarde (abril de 1999) recibí una respuesta sombría.
“Debo decirte que he estado mal de salud desde enero. Eran varios los síntomas que fueron agravándose hasta merecer atención médica. Físicamente nací más fuerte que lo usual y de todo me he podido librar menos del sistema nervioso con que Dios me envió a este “circo romano” que es el mundo.
“El médico (neurólogo) me recetó 8 pastillas diaria, de esas que sirven lo mismo, para problemas de epilepsia o tendencias para el suicidio. Dijo que tenía “depresión” Le pedí un nombre más sofisticado, pues deprimidos andan hoy hasta los perros. Pero no lo hay.
“Ya duermo bien y voy recuperando lo demás. No se decirte qué es “lo demás”, pues es un todo, desde desesperación hasta una total indiferencia, falta de concentración e incapacidad de transmitir sensaciones. Por supuesto llevo dos meses sin escribir nada. Ni cartas, porque de nada sirve una hoja escrita si no dices lo que sientes. Para boletín meteorológico tenemos con la TV. En cierta forma me identificaba con aquello de Lope de Vega:
“No se qué tiene la aldea/donde vivo y donde muero/ que con venir de mi mismo/ no puedo venir de más lejos. Hace muchos años que conozco la impresión de haber vivido más de la cuenta. Quizá un torero a quien no le importa vivir más allá de la tarde que le espera tiene una formación inadaptable a la vida cotidiana.”
En junio llegó otra carta. Sobre la depresión yo le había contado la historia de William Styron y habíamos jugado con la imagen del “Perro negro”, como llamaba Churchill a sus abismos emocionales.
“Todavía no me sueltan los perros negros, ni poco más o menos. Si tuviera que hacer mi autorretrato siento que me va bien la imagen de una bandera a media asta.
“Espasa-Calpe quiere publicar mi libro ¿Por qué vuelven los toreros?, pero quieren cambiarle el título y que le añada unas hojas para actualizar la obra. No recuerdan, no sienten que añadir es empezar de nuevo. En fin, mientras dormitan los perros algo puede pasar. Al cabo la vida esta redactada en episodios.
Conchita supo también la muerte de un hijo. Se llamaba Pedro y tenía 22 años. Me envió unas líneas dedicadas a él.
“Primavera, golondrinas… y tu no estás.
“Rosales en flor, jacarandas inundando el ambiente de flores lilas;
palmeras meciéndose en la brisa, buganvillas rebosantes de vida, y tu no estás…
Cae el sol, se prenden focos, se agitan semáforos entre luces verdes y rojas… y tu no estás.
No estas en casa, ni en la calle. Se miran sin razón tu pasaporte, tus libros de escuela, tu permiso de manejar.
No estás. Pero pienso en Dios y sólo tu, entre todas las cosas estás”.
Hace unas cuantas semanas supe la noticia de su muerte. Nuestras cartas se interrumpieron para siempre y como suele suceder en estos casos lamenté mucho no haberla visto más. 
Busqué sus cartas y releí sus libros y hallé una página maravillosa. Ahí quizá estaban contenidas todas las líneas del futuro. Muchas explicaciones para tantas cosas de una vida irrepetible. 
“No se que hora sería cuando me dormí…
“…Era una linda tarde de octubre y era la feria de Jaén. Vestía yo mi traje campero color gris claro y perdida me encontraba en el paraíso de los sueños… en el ruedo y a caballo.”

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