28 abril 2012

LECTURA: ¡La tauromaquia en América!

  • Por Williams Cárdenas
La Tauromaquia, nace y evoluciona originalmente en la Península
Ibérica. No hay nada más español que la Tauromaquia, ni el mantón de
Manila, ni el abanico, de procedencia asiática, ni el chotis y el
football, de origen británico, ni si quiera el flamenco es más genuino
que los Toros.

Esa Tauromaquia, que consolidó sus reglas en los siglos XVII y XVIII,
en los que alcanzó con su máxima expresión ética y estética como el
Arte del Toreo que conocemos hoy, pasó a América con el
Descubrimiento, como parte del gran bagaje cultural de una de las mas
importantes epopeyas de la historia conocida.

Llegó a América como un rito pagano que guarda extraordinario
paralelismo con el rito religioso: De hecho hay un sacerdote que
oficia y viste de forma muy llamativa y ostentosa; se celebra en un
templo o plaza de toros; también hay un sacrificio, que es la muerte
del toro, y como en la misa, hay una liturgia que se respeta de manera
tajante.

Y así fue asimilado y aceptado por los pueblos precolombinos,
particularmente por aquellos que para entonces habían alcanzado
importantes niveles de desarrollo cultural.

Antes del Descubrimiento, en esas lejanas tierras ya los aztecas
escrutaban el tiempo y los astros con su calendario, y habían erigido
templos y pirámides impresionantes.

Los Incas habían construido el maravilloso Machu Pichu y ya existían
las increíbles líneas de Nazca en el Perú. Y en las tierras del que
fuera el Virreinato de la Nueva Granada se encontraron auténticos
tesoros de orfebrería, que hoy se exhiben y asombran a numerosos
visitantes de museos a ambos lados del Atlántico.

Ha sido justamente en las tierras de los Aztecas, Incas y Chibchas
donde la Fiesta de los Toros alcanzaría mayor arraigo y expansión. No
en vano las de México, Perú y Colombia, son de las aficiones
americanas más entendidas y conocedoras del Arte de Torear.

Una prueba fehaciente de cómo arraigó la Fiesta de los Toros en
América aflora al constatar que la Plaza de Toros de Acho, en Lima,
data de 1766, y es anterior a la de Aranjuez (1797) o contemporánea de
la Real Maestranza de Sevilla (1761).

La ganadería brava más antigua que se registra hasta nuestros tiempos,
es la de Atenco, fundada en 1522, por D. Juan Gutiérrez Altamirano,
primo de Hernán Cortés, instalada en tierras mexicanas. Y la plaza de
toros más grande del mundo (45.000 aficionados) está en la capital
azteca.

La Tauromaquia se extendió por la América toda, desde México hasta
Chile y solo la actuación de intereses ajenos y/o contrarios a la
Península lograron reducir esa expansión de la Fiesta de los Toros.

El hombre americano, conocedor de los misterios del tiempo y del
espacio, desde el primer momento supo apreciar el drama metafísico que
entrañan las corridas de toros y las hizo suyas, no sólo con afán
contemplativo, sino como avezado practicante del oficio de lidiar
toros bravos.

Fue tal la acogida y la pasión por los toros, que no tardaron en
llegar las prohibiciones. Así, la Iglesia prohibió que se celebraran
toros los domingos pues los indios no asistían a misa por ir a los
toros y se optó por que estos espectáculos se celebraran los lunes.

Por eso no tiene porque extrañarnos la presencia en España de El Indio
Mariano Ceballos, nacido en Argentina, ni sus proezas en los ruedos
ibéricos a finales del siglo XVIII.

Igualmente, tampoco debe extrañar que en todas las etapas estelares
del Toreo en el Siglo XX haya existido la presencia y contrapeso de
una gran figura americana, como ocurrió durante la Edad de Oro, con el
mexicano Rodolfo Gaona, alternando con Joselito y Belmonte ; o durante
la Edad de Plata con su paisano Fermín Espinoza Saucedo Armillita
Chico rivalizando con Marcial Lalanda, Manolo Bienvenida y Domingo
Ortega; al gran Carlos Arruza como pareja taurina del célebre Manuel
Rodríguez Sánchez Manolete; o con el venezolano César Girón
compitiendo con lo más granado de los años 50-60, Antonio Bienvenida,
Luís Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Julio Aparicio, Litri, Antonio
Chenel Antoñete, Paco Camino, Manuel Benítez El Cordobés y muchos más; o mas
recientemente al colombiano César Rincón, compartiendo cartel con las
máximas figuras del toreo de finales de siglo, como Enrique Ponce o
José Tomás.

Los triunfos de esos toreros americanos deben ser motivo de un doble
orgullo: Verifican la expansión de la Fiesta de los Toros, sin
mutaciones de ninguna especie, y constatan la universalidad del Toreo.

Ésta es simplemente la prueba de que la semilla germinó en tierra
fértil y que este arte único y profundo echó raíces entre nosotros
porque hubo hombres capaces de apreciar su grandeza, que con su
inteligencia y particular sensibilidad lo incorporaron a sus
creencias, aficiones y ritos.

Hoy en América las plazas de toros han sustituido aquellas pirámides
de los Dioses Sol o Luna, o al misticismo vinculado a la fuerza de la
naturaleza, de lo ríos y de los mares.
El Toro se convirtió en un nuevo símbolo telúrico y el torero en ese
héroe singular, que es capaz de reproducir el enfrentamiento milenario
entre el hombre y la naturaleza, en el que todos siempre apostamos por
el triunfo del primero.

Es el Toreo el que nos permite que una tarde tras otra, podamos
celebrar el triunfo de la Humanidad sobre los elementos naturales,
como lo describía el gran Manolo Martínez, esa inolvidable figura
americana, en Los Caprichos de la Agonía, aquel precioso documental de
Juan Ibáñez.

De estas y muchas cosas más, deberían informarse quienes hoy atacan la
Fiesta de los Toros sin mayores argumentos que los que han oído y escuchado una
tarde entre ignorantes.

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