la foto es de Edmundo TOCA |
8 de oct 12. crÓnica
- RAFAEL CARDONA
La
tauromaquia como expresión profunda de
un carácter nacional, dominada por la
transculturación o el sincretismo –al menos en México, donde su práctica
precede, por ejemplo, al culto guadalupano--,
se encuentra ahora sometida a una discusión tan vieja como su raíz: sufrir la prohibición
o sobrevivir en la mediocridad empresarial cuya zafiedad mercantil la ha
convertido en un pobre espectáculo sanguinolento sin mérito ni valores reales.
En
esas condiciones, sorpresivamente, muere en un hospital (no podía haber sido en
un ruedo) el torero mexicano más
significativo e importante de los últimos treinta o cuarenta años, habida
cuenta de la desaparición, hace ya años, de Manolo Martínez: Mariano Ramos cuyo
valor intrínseco jamás fue advertido por quienes confunden la fiesta de los
toros con la parte menos importante de la herencia hispánica y no tienen ojos
para advertir los matices y acentos de la tauromaquia mexicana.
No
es una cuestión de inútil nacionalismo trasnochado. No, es algo mucho más gozoso
e interesante: reconocer primero y advertir, después, cómo el mestizaje taurino tiene su propia expresión, su propio e irrepetible
valor. Su propia clase.
Si
en materia de la lengua, Ramón López Velarde dice: “…al idioma del blanco tú lo
imantas…”; en materia taurina la ejecución mexicana le transfiere al lenguaje
un distinto sentimiento, una diferente forma de expresión; otra emotividad,
otra dimensión espiritual, más allá de los bigotes de Ponciano Díaz y las
desventuras lánguidas de Silverio Pérez o el poderío insuperable de Mariano
Ramos.
Los
afectados de la fiesta, casi todos ellos mayoría impostada y autocomplaciente
en tendidos y barreras de exhibición dominical, siempre han desdeñado las
claras expresiones de la tauromaquia mexicana, mientras nostálgicos de una
España de cartel y capirotes de Semana Santa en Sevilla, suspiran por los
peninsulares sin darse la oportunidad de entenderles a sus ojos.
Ellos
y sus empresarios o sus cronistas “totalmente palacio” se han encargado de divulgar los lugares comunes de la
equivocación incomprensiva. Sólo vale la clase de los toreros españoles; sólo
es poderoso quien cecea, sólo sabe torear quién no nació aquí. Por desgracia ha
sido ese criterio dominante en el lenguaje “crítico” cuya facilidad ha permeado
todas las entendederas, especialmente las más esponjosas y por el cual los
toreros mexicanos son “corrientes”.
Y
de entre ellos citaban siempre el “pero” de Mariano Ramos. No importa si mató
más de dos mil toros con apenas un simple rayón en una axila durante una
corrida, creo, en Venezuela, y un dedo roto en la Plaza México tras una
voltereta.
--Sí,
pero era muy corriente; decían quienes no saben ver o ven sin saber.
Como
el toro, no hay otra expresión estética cuya observación requiera una mayor
educación visual ni un mayor entrenamiento de la mirada. Su fugacidad, su
dificultad (una combinación entre calificación técnica y apreciación plástica)
dificulta su comprensión y su gozo. Apenas sobrevive en ocasiones, la emoción
ante lo incomprensible.
Quienes
hemos caminado muchas plazas a lo largo de muchos años hemos visto toreros de
diferente categoría, mérito y sello. Pero de entre todos ellos Mariano Ramos es
uno de los pocos con quienes hemos podido compartir la epifanía. Me refiero,
obviamente, a la faena de “Timbalero”, el cárdeno de Piedras Negras.
No
es ahora momento de reseñar ni la faena ni la emoción de aquella tarde. Pero si
sólo hubiera visto esa faena en mi vida, bien podría decir: he visto el milagro
absoluto de la fiesta. Claro, por fortuna hubo
otras muchas. Camino, Arroyo, Huerta, Martínez, Rivera, Solórzano,
Romero, Manzanares, Chenel, Tomás, Caballero, Morante, Leal, Martín, Rincón; en
fin.
Hoy
quiero recordar apenas una historia personal de las muchas compartidas con
Mariano.
La
tarde se había despeñado en el aburrimiento de un encierro imposible. Mansos e
inválidos los toros estaba mal. Los toreros estaban peor. Con un amigo abandoné
el coso. Salí por la puerta del sur y al llegar a la esquina de Alberto
Balderas, cerca de Atlanta, donde ahora está la Asociación de Matadores, cuando
todavía no había ejes viales, tres montoneros acechaban al matador quien
defendía a una “gachí”, su acompañante.
Uno
de los agresores tomó una botella de refresco y con ademán teatral la rompió en
el filo de la banqueta. Con ella amagaba al matador quien a mentadas de madre
lo retaba con la espalda a la pared.
--Mi
amigo y yo cruzamos la calle a trancos y nos pusimos del lado del torero.
--Ya
somos tres, Mariano, le dije. Sonrió nervioso.
--No,
dijo mi compañero, ya somos cuatro: y sacó una .45 con la cual se había
introducido al coso sin despertar sospechas.
--¡Órale,
cabrones, a correr…! les dijo.
Hace
un par de días, murió Mariano cuyo talento taurino hubiera merecido mejor
administración. Como dijo alguna vez Leonardo Páez, taurinamente este país le
quedó chico.
Y
por consecuencia, digo yo, el otro siempre le fue ajeno.
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